Entremedias de un canchal,
sobre un terreno encharcado,
en un testero pelado
vive un mísero zarzal.

A la sombra de los pinos
no puede ocultar su pena
y de nostalgia se llena

por ese triste destino.
Cerca, un roble centenario
presume con arrogancia
dándose cierta importancia
por su porte y por sus años.

A orillas del riachuelo,
tapizando sus riberas,
avellanos, bardagueras,
alzan sus brazos al cielo.

Una silueta inusual
se divisa algo más lejos,
el viejo y fornido tejo
de belleza sin igual.

La hermosura del acebo
que crece en el pedregal
es la envidia del zarzal.
Todos tan perfectos, pero…

El cielo se ha ensombrecido,
comienza fuerte a nevar,
el temporal del pinar
les pilla desprevenidos.

El zarzal queda tapado,
aúlla sin parar el viento
aumentando el desconcierto
de un paisaje desolado.

El roble yace segado,
el avellano partido,
la bardaguera en el río,
los pinos están tronchados

el tejo muy malherido,
el acebo destrozado.
La tormenta ya ha pasado
Dejando un rastro sombrío.

Sólo el mísero zarzal
sin rasguños ha salido,
a la tormenta vencido
dando mucho que pensar.

La sabia naturaleza
no pone nada al azar,
de qué sirve aparentar,
de qué sirve la belleza
si a la hora de aguantar
no fue otro que el zarzal
quien mostró más fortaleza.