Planeaba majestuosa
por el cielo la Imperial
y su silueta graciosa
no podía soportar.

Un ave muy envidiosa
que se puso a molestar
reprochando ciertas cosas
sin tener que reprochar.

Un cuervo astuto y taimado,
el más viejo del lugar,
además de desalmado
y una soberbia sin par.

Al águila picoteaba
en su manso navegar
y su paciencia colmaba:
¡Yo soy el rey del pinar!

El cielo me pertenece
y tú no puedes pasar,
le graznaba el mequetrefe
burlándose sin parar.

He destrozado tu nido
y matado tus polluelos
pues no hay quien pueda conmigo,
susurrábale altanero.

Algún día pagarás
por tus acciones mezquinas,
un fallo cometerás
que acabará con tu vida.

Sobrevolando el Eresma
la risa al cuervo cegaba;
se mascaba la tragedia,
el ave se confiaba.

Quedó bajo la rapaz
que en efímero instante
hizo un picado eficaz
capturando al contrincante.

Ya no podía escapar.
Su grito desesperante
le suplicaba piedad.
Dijo el águila, elegante:

No te puedo perdonar,
volverías a las de antes
y te tengo que matar;
adiós a tus malas artes.

Juez en el mundo animal
de estas tierras segovianas,
su ley impone el pinar:
“El que la hace, la paga
y, tarde o temprano, acaba
como el cuervo del lugar”.