Crónicas Gabarreras 0
 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Los Artistas >  Cuento de Valsaín (Evelio España Fernández).  


Foto: Crónicas Gabarreras

Ocurrió hace muchos,muchos años. La historia se desarrolla en un lugar maravilloso, mágico, precioso. Era un valle. Protegido por grandes montañas pobladas de altos pinos y surcado por numerosos arroyos y ríos. Un valle donde la primavera reventaba en todo su esplendor, donde el verano daba su calor e inundaba de energía a todo, donde el otoño se mostraba lánguido, gris; y donde el invierno era largo, frío y blanco. En ese valle y en los montes que le guardaban vivía multitud de animales. Desde jabalíes a conejos, desde corzos hasta ardillas. Cuentan que hubo venados y hasta osos, ¡y lobos!, lobos también había. Y había gran variedad de aves: desde águilas a vencejos, desde halcones a gurriatos, tordos, piquituertos y abates, chovas y grajos. Y por los ríos y arroyos navegaba la gran trucha y saltaban las ranas y buceaban tritones y salamandras.

Ese valle, cuentan que se llamaba “Vallis Sabinorum”. En cambio, otros le conocían como “Val Sabin”. Yo no lo sé, hace tanto ya… pero lo que sí sé es que en ese mágico lugar ocurrió un hecho que forjó el carácter del mismo y de sus habitantes. Sucedió que, en el fondo de ese valle, había un prado grande y hermoso, despejado en su mayor parte y protegido por robles centenarios. A su vez, era atravesado por un río, tranquilo en verano y bravo el resto del año. Ese prado era conocido como “el Parque”. Y del mismo modo que en los bosques y montañas vivían animales salvajes, el Parque estaba repleto de animales que hacían un gran servicio a las gentes que allí habitaban. Predominaban caballos y vacas. También se podían ver machos y mulas, algunas cabras, ovejas y burras. Junto a estos animales vivían los protagonistas de esta historia. Se llamaban Ternita y Alazán. Ternita era una chota preciosa. Negra de capa, con manchas blancas a lo largo del cuerpo, como de algodón, y que la daban un porte especial. Alazán era un potro vigoroso e inquieto, canela su cuerpo, calzado de manos y patas y con unas crines que, a la luz del sol, parecían de oro, de lo bien que brillaban. Los dos vivían con sus respectivas familias.

Ternita era hija de una vaca lechera, casi blanca, llamada Máxima, sin duda por el tamaño de sus ubres y por la calidad de la leche que daba: su padre, de nombre Bravo, era un buey grande y fuerte que trabajaba en el Pinar arrastrando pinos y que, de joven, fue toro de buen porte y hechuras. Los padres de Alazán estaban al servicio de un gabarrero que casi todos los días tenía que ir a por leña al pinar: su madre se llamaba Campanera, en honor a una esquila que su dueño le había colocado en el cuello; Rocín era el nombre de su padre, caballo menudo, fuerte de pechos, altivo y orgulloso.

Ternita y Alazán eran amigos, muy amigos. Sus padres, en cambio, no se hablaban, es más, no se podían ni ver. Pero el problema no era sólo de los padres, no. El problema se hacía extensible a todos los caballos y vacas que poblaban el Parque. Por alguna extraña razón, los caballos y las vacas eran enemigos desde siempre y nadie conocía el porqué. Pero así era, y ninguna de las partes estaba dispuesta a romper con esa rara costumbre. Las mulas y los burros, en cambio, eran de conveniencias. Unas veces se juntaban con unas y otras con los otros, según interesara. Y las ovejas…, las ovejas, como eran modorras, iban a su aire, sin enterarse de nada. Debido a esa extraña “tradición”, las dos familias no querían que sus hijos fueran amigos, y, de hecho, se lo tenían estrictamente prohibido.

No podían comprender cómo un caballo y una vaca, en este caso un potro y una chota, podían entablar amistad. ¡Si hasta era antinatural! Y el caso es que ellos, Ternita y Alazán, tampoco lo entendían muy bien. Sólo sabían que juntos estaban a gusto y lo pasaban muy bien: brincando, corriendo, haciendo graciosas cabriolas. Juntos eran felices. Y cuando no lo estaban, el mal humor se apoderaba de ellos, se volvían mohínos, sin ganas de hablar y ¡hasta daban malas contestaciones!

Foto: Maite Isabel Fernández

Los días transcurrían plácidamente en el Parque. Ternita y Alazán habían aprendido que la mejor manera de verse era cuando sus padres tenían que ir a trabajar al Pinar. Entonces, corrían al encuentro el uno y la otra, y reían, gritaban, saltaban. Eran felices. Tal era su exaltación, que muchas veces se olvidaban de tomar las debidas precauciones para no ser vistos y eran observados por los padres de ambos. Al atravesar el parque con una carga de leña los de Alazán, o al dirigirse al Plantío para descansar el padre de Ternita. La madre, Máxima, que sí lo sabía, hacía la vista gorda y no decía nada. ¡Veía tan feliz a su hija! Y claro, después llegaba lo peor, la pertinente bronca: ¡no te he dicho que no te quiero ver con esa vaca! - ¡No es una vaca, es una chota!, replicaba Alazán.

Por su parte, Bravo reprendía a su hija tratando de razonar y haciéndola comprender que su amistad con Alazán no podía traer nada bueno, pues era antinatural y además estaba mal visto, ¡qué caramba!. -¡Y todo el mundo sabía que vacas y caballos no se llevaban bien! Ternita asentía con humildad y su madre, Máxima, callaba.

Así transcurría el tiempo en tan mágico lugar. Los días pasaban, les seguían las semanas y las estaciones. El otoño se había instalado en el valle hacía poco y, aunque los días comenzaban a acortarse, todavía se podía disfrutar de alguno bueno y que recordaba a los del reciente verano, pasado ya. Era domingo y el día había sido hermoso. Ternita y Alazán sólo habían podido verse un poco a mitad de la tarde. Ese día era festivo y, por lo tanto, los padres de ambos, al no tener que trabajar, se encontraban en el Parque, junto al resto de los animales. Resultaba curioso comprobar cómo se habían repartido el terreno, sin duda para no mezclarse entre ellos. Las zonas más altas siempre las ocupaban los caballos, más inquietos, y tal vez por eso, atentos y vigilantes, a los que se arrimaban de vez en cuando algunos burros y mulas. Por el contrario, las más profundas y protegidas eran ocupadas por las vacas, que al ser más tranquilas y confiadas, se sentían más seguras. Las ovejas no tenían un sitio determinado y vagaban por el parque a su aire, sin saber si iban o venían, ¡qué modorras!

La tarde caía y el valle se llenaba de mugidos, relinchos y rebuznos. Llamadas que las madres hacían a sus hijos para recogerse y pasar la noche, que se acercaba. Ternita y Alazán sabían que tenían que despedirse y se desearon suerte para la noche. Tras un ¡hasta mañana!, fueron al encuentro de sus padres. La noche había caído ya y todo estaba tranquilo. Los caballos se encontraban en el alto de la Casa de la Mata, un lugar que les permitía estar vigilantes y, al mismo tiempo,sentirse seguros y protegidos por algunos robles que allí había. Las vacas, por su parte, siempre pasaban la noche en el mismo lugar: un rincón del Parque formado por la pared de La Mata y la del Plantío, la zona más protegida, llena de robles y zarzas. Se encontraban tumbadas, rumiando tranquilamente y confiadas. Ternita se aburría mucho por las noches, pues terminaba de rumiar la primera y le costaba coger el sueño. Cuando esto pasaba, no paraba de pensar en Alazán.

En ello estaba, cuando en la distancia y en dirección a la pared de La Mata, le pareció ver una diminuta luz, como un destello. No le dio mucha importancia y continuó con su pensamiento. Pero la luz volvió a brillar y su curiosidad le hizo levantarse. Se quedó quieta y, al mirar fijamente, observó que no era una, sino dos las luces que veía; oscilando, arriba y abajo, a izquierda y a derecha. Pensó que se trataría de luciérnagas o gusanos de luz, pero qué raro, pensó. Era otoño y esos insectos suelen aparecer en verano. Sin darse cuenta, comenzó a andar y, a medida que se acercaba, esas dos luces se agrandaban y se quedaban quietas, ya no se movían. A Ternita le fue invadiendo una sensación rara, como de temor, y se detuvo. Su mirada clavada en aquel brillo, quieto, inmóvil.

Todo sucedió vertiginosamente, como sin querer. Ternitacomprendió que aquello no eran luces, no. ¡Eran ojos!. Ojos fríos y siniestros, que la miraban fijamente. Su temblor aumentó y más cuando aquellos dos ojos se convirtieron en cuatro, y luego en seis, ocho, diez…¡Eran lobos! Había caído en la trampa. Estaba sola, apartada de su familia y rodeada de fieras ansiosas de clavar los colmillos en su tierna carne. Comenzó a retroceder, lenta, pausadamente, sin quitarles la vista de encima. Así, hasta que el tronco de un gran roble la hizo detener.

El cerco se estrechaba cada vez más y ya podía verlos. Desafiantes, hambrientos, a punto de atacar. ¡MMEEEEEEE…!, un desgarrador mugido rompió el silencio de la noche, recorriendo cada rincón del Parque. Máxima fue la primera en oírlo, y se puso en pie, impulsada como por un resorte. La secundaron el resto de las vacas y los bueyes del Plantío. Pero cuando quisieron reaccionar, en el Parque se escuchaba el veloz galope de un potro que iba al rescate de su amiga, desoyendo la orden de su padre que en altas voces le ordenaba que se detuviera.

Alazán sólo pensaba en llegar lo antes posible. Se lanzó como un rayo ladera abajo. De un salto cruzó el arroyo y, siguiendo la pared de La Mata, a lo lejos la vio. Ternita se defendía como podía, y con la protección del viejo roble, aguantó el primer ataque de las bestias. Alazán corrió aún más y llegó en su ayuda. De pronto, un lobo salió despedido por los aires, impulsado por una gran coz que el joven potro le propinó con todas sus fuerzas. Eso hizo aumentar más, si cabe, la furia de sus hermanos y se fueron a por Alazán. Los colmillos brillaban sobresaliendo de aquellas enormes bocas babeantes. Estaban a punto de iniciar el ataque, cuando comenzó a escucharse un ruido, un estruendo, como el retumbar de un trueno que cada vez se hacía más grande y se acercaba más y más.

Foto: Jesús Cobos

Todos los animales del Parque corrían en ayuda de los jóvenes valientes. Los bueyes, a la voz de Bravo, habían logrado derribar la pared del Plantío, y junto con Máxima y el resto de las vacas, corrían a prestar su ayuda. A su vez, los caballos heridos en su orgullo, al ver la valentía demostrada por Alazán, no se quedaban quietos y también corrían para echar una mano. Por el camino se les unieron las mulas y los burros y el resto de los animales. Todos llegaron a la vez, y no se lo pensaron: Bravo corneó al primero de los lobos que encontró. Rocín y Campanera la emprendieron a coces con los otros, ayudados en todo momento por el resto de los animales. Ante esta demostración de fuerza, los lobos no tuvieron más remedio que emprender la huída. No entendían el porqué de esa repentina unión demostrada por los animales, pues en otras ocasiones no había sido así y sus pobres víctimas sólo contaron con la ayuda de sus padres, casi siempre insuficiente.

Un sentimiento inenarrable sacudió las fibras de los vencedores, y poco a poco tomaron conciencia de la hazaña realizada. ¡Por primera vez habían derrotado a los lobos! Olvidando odios y rencillas, todos juntos, unidos, luchando por un mismo fin. La alegría se desató. Corrían, brincaban, hacían círculos y se felicitaban con emoción. Todos juntos, mezclados entre sí. Las ovejas eran las que mejor se lo pasaban: que los caballos saltaban, ellas saltaban; que las vacas corrían, ellas corrían; que los burros y las mulas hacían círculos, ellas también. De vez en cuando se paraban,se miraban unas a otras con cara de lelas y se preguntaban: ¿Qué pasa?, ¿Ha pasado algo? Y seguían con la juerga, ¡madre mía, qué modorras!.

Ternita y Alazán eran los seres más felices de la Tierra. No sólo habían logrado la reconciliación de sus padres, sino que el milagro se había extendido al resto de los animales del Parque. Su felicidad se desbordó cuando, en medio de la algarabía, escucharon a Rocín gritar emocionado: ¡Alabí, alabá, alabí bon bá! ¡Ternita, Ternita y nadie más! Máxima no quiso ser menos y, con lágrimas en los ojos, le secundó: ¡Alabí, alabá, alabí bom bá! ¡Alazán, Alazán, y nadie más! Alazán no daba crédito a lo que estaba viendo. Los que hacía unos momentos se odiaban, estaban allí, todos juntos, vitoreándoles y celebrando la ocasión. No sabía qué hacer; sentía la irrefrenable necesidad de dar las gracias a todos. Fue entonces cuando un sentimiento surgido desde lo más profundo de su corazón recordó que al valle se le conocía también por otro nombre. Tomando aire, comenzó de nuevo: ¡Alabí, alabá, alabí bom bá! ¡Val Sabín, Val saa.., con la emoción y las prisas por terminar se le trabó la lengua y le salió: ¡Sa-a-ín! Y ya no se detuvo: ¡Alabí, alabá, alabí bom bá! ¡Valsaín, Valsaín y nadie más! Todos los animales contestaron con un rotundo: ¡Biiiieeeennnn!

Desde aquel día, a ese maravilloso Valle se le conoce como Valsaín. Y a Valsaín por la unión de sus gentes. Todo ocurrió hace muchos, muchos años. Aquel día era la Festividad de la Virgen del Rosario, desde entonces, FIESTA GRANDE EN VALSAÍN. ¡Que así sea, por los siglos y los siglos!

Evelio España Fernández.


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