Crónicas Gabarreras 18
 Crónicas gabarreras:   Inicio > Gabarreros > En la cancha de los alamillos (Pedro González).  


Foto: Luis Arnay

El trabajo del gabarrero siempre fue duro y difícil, condicionado por las adversidades meteorológicas y la vigilancia férrea a la que te sometían. Las leñas muertas que nos correspondían se mostraban insuficientes para dar abasto a la enorme cantidad de gabarreros que se movían por el pinar. Completar la carga de leña se hacía imprescindible, aunque fuera con leña de daño, lo que dio origen a todo tipo de picarescas. Los gabarreros eludían como podían a los guardas que controlaban el pinar. Siempre con el ojo avizor por si te pillaban en el tajo, y en otras ocasiones, dando grandes rodeos pare evitar los controles situados en los Asientos y el la Casa de la Hierba. Si te denunciaban, debías de pagar el importe, entregar sogas, hacha y dejar la leña, bien en el Casetón en Valsaín, bien en Canónigos en La Granja. La leña requisada servía a Patrimonio Nacional para cubrir sus necesidades de combustible para el invierno; un motivo añadido para que, en ciertas épocas aumentara la vigilancia y proliferaran las denuncias.

Con este panorama, un día otoñal a finales de los años cincuenta, subimos mi hermano Lorenzo y yo a la “Cancha de los Alamillos” con nuestros dos caballos y dos burros. Solíamos ir lejos por aquello de encontrar más abundancia de leñas muertas. Por entonces yo era un chaval de 17 años. Mi hermano, bastante mayor que yo, dominaba el oficio con maestría, y con el genio que se necesita para trabajar en el monte.

Lorenzo se subió a un pino donde había varias ramas secas y una verde rasgada; yo quedé a la espera. En estas circunstancias, acudió el guarda, y al ver que hacía una rama verde, le dijo que se bajara, pues le iba a denunciar. Lorenzo, a sabiendas de que no cometía ninguna infracción, se mostró firme y dijo que no se bajaba. La discusión aumentó de tono, hasta tal punto que el guarda se descolgó el rifle y apuntó con él a mi hermano. Pero él se mantuvo en sus trece y se negó a bajarse, aunque le amenazara con el rifle. Yo miraba con recelo la escena, un tanto sorprendido; pero con la idea fija de que no consentiría que hiciera daño a mi hermano. El guarda reflexionó:

—Mira, me voy, pero no te vas a librar de la denuncia.

Y se marchó, pero sabíamos que nos esperaría. Nosotros terminamos las cargas, aunque no había suficientes leñas muertas. Tuvimos que completar con varios boleros secos –cuyo diámetro es algo superior al del pimpollo, y no estaban permitidos–. Esta situación solía ser habitual. Los gabarreros camuflaban en la carga las leñas prohibidas entreveradas y reduciendo su longitud; cuestión en la que nos esmeramos ante la amenaza de denuncia.

Pues bien, al paso por “La Cantina”, allí se hallaba el citado guarda con un compañero. Como mi hermano sabía que venían a por nosotros, me dejó las caballerías y se dirigió con contundencia al guarda:

—¡Qué pasa! –dijo–. ¡Ahora no me apuntas con el rifle!

Desde luego, no se esperaba el desafío; y su compañero, que conocía más a las gentes del pueblo y era más moderado, no salía de su asombro.

—¡Pero “Tocino” –apodo cariñoso con el que se conocía a mi hermano– ¿Te han apuntado con la escopeta?

—Pregúntale.

El guarda miró a su compañero, que no decía nada, luego revisó la leña si detectar los boleros. Quiso quitar tensión al asunto.

—Venga, marchaos. Que no hay motivo para denunciaros.

Aquella vez nos libramos de la denuncia, y de un buen altercado, pues quien ha conocido a mi hermano “Tocino” sabe que tenía mucho temperamento, mucho pundonor…

Y que era una buena persona.

A la memoria de mi hermano Lorenzo, con quien aprendí los secretos del pinar.

Pedro González.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com