Crónicas Gabarreras 13
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Foto: Celia Herranz

Tormenta en la cancha (y otras curiosidades).

Aquellas décadas de los cincuenta y los sesenta fueron muy difíciles. Éramos muchos gabarreros, y solo de caballerías serían más de ciento cincuenta, y un montón de burros. Por las mañanas pasábamos por la fuente del Castillo, punto de encuentro donde bebían agua aquellos animales; después, carretera arriba, cada uno por su lado como si de un abanico se tratara, repartidos por todo el pinar. Algunas veces pasábamos por los Claveles al pinar de Rascafría, dormidos encima de los caballos, y volvíamos por la pedriza de Majalta a los corrales del Juncional; otras veces íbamos por el Hueco, por el Telégrafo, por el Ventoso, por la Fuenfría, La Cancha de Siete Picos era de lo peor, sobre todo cuando atacaba el mal tiempo. Me acuerdo de las duras jornadas pasadas allí, dando “mazazos” en aquellos pinos canos, gordos y duros; y cada vez que te sentabas se metían por la ropa las hormigas, que era de esas rojas, y no te las quitabas hasta que llegabas a casa, atravesando las pedrizas para tomar veredas muy malas y llenas de piedras.

Un día de verano nos pilló una tormenta terrible, de las que venían por la Mujer Muerta. Fue en el tercer pico; se liaron “los tambores” y aquello era un infierno. Estaba con Lorenzo y su hermano Pedro, Mariano Guerras y algunos más. Como sería, que estábamos debajo de una piedra con los caballos y los perros, y los rayos descargaban sin cesar en Siete Picos. Uno de ellos cayó muy cerca de nosotros y partió un pino; eso a nadie se le olvida. Bajamos derechos a la Pradera de las Navillas por los Corrales de los Pastores sin perder tiempo, para salir de aquel infierno, con la manta empapada y calados hasta los huesos. Era una vida muy dura; tanto que yo creo que los gabarreros eran mártires; siempre trabajando, incluso a veces trasnochando o durmiendo fuera. Por eso, en sus alforjas no faltaba la merienda, las cuñas, un martillo y una herradura, y por supuesto, el vino de la bota, que entonces estaba rico-rico.

Y mientras hablo de los gabarreros, me viene a la memoria sus mujeres. Su esfuerzo callado y continuo. Recuerdo cuando se acercaban a la presa a lavar con su banquillo y la tabla, y las veces que rompían el hielo y metían en el agua congelada sus manos. También guardo en mi mente cuando remendaban los pantalones de pana, o el ir y venir a la fuente a por cántaros de agua. A fin de cuentas, cuando nosotros terminábamos la jornada íbamos a la taberna a refrescarnos, pero ellas nunca terminaban.

Sirva este escrito como homenaje a ellas y a todos lo gabarreros, que sufrieron muchas calamidades; pero ambos, padres y madres, consiguieron ofrecernos una vida mejor.

Conrado Martín Merino.

©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com