Crónicas Gabarreras 13
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Foto: Emilio Montes

“En el latir de los pinares, el hacha fue su compañero”

Conrado Martín Merino Crónicas Gabarreras – Agosto de 2008

El gabarrero nunca consideró como una anécdota aquel lance de su vida en el que, encontrándose haciendo una carga de leña en Siete Picos un día caluroso de verano, sin una sola nube en el azul del cielo, vio de pronto cómo la culebrilla de un rayo se introducía en el tocón donde cortaba, siguiendo el filo del hacha que en ese momento manejaba.

Y es que en el macizo de Siete Picos hay una alta concentración de electricidad, y es un lugar propicio para la descarga de tormentas precisamente por la atracción que el terreno ejerce sobre las nubes cargadas de electricidad.

Se asustó, y rompió a sudar intensamente por el miedo que le produjo la visión del rayo y el estruendo que produjo al introducirse en el tocón por la hendidura que el filo del hacha causó.

De hecho, en un primer momento, sintió pánico. Retrocedió hacia atrás unos pasos y tuvo miedo de volver a coger el hacha. Y pensó: “he vuelto a nacer”.

Era lo mismo que sus padres le habían dicho tras la pulmonía sufrida en los primeros días de Diciembre de 1937, y que superó gracias a una inyección de penicilina que un médico le suministró caída ya la noche del día 8 de Diciembre, al que su padre, desesperado, había ido a buscar cuando él se encontraba moribundo en brazos de su madre, con tan sólo diez años, y toda la familia se había reunido en torno a aquellos desconsolados padres.

Es por eso, porque pensó lo mismo que sus padres le habían dicho entonces, por lo que nunca consideró aquello como una anécdota.

Emilio, desde muy chico, conocía bien a los guardas del Pinar, y los respetaba. Pero no por ello dejó de ser seguido y vigilado por ellos. Mas era intrépido y valiente, y así, en los días más duros de los crudos inviernos de entonces, ningún guarda osó a meterse por los ventisqueros que había en los hondos barrancos entre las laderas de cualquier zona del Pinar, y que él cruzaba con sus caballerías, aún a costa de mojarse hasta los huesos.

Sentía gran respeto y admiración por el señor Ciriaco González, guarda del Pinar.

El señor Ciriaco estaba casado con la señora María Trilla, mujer trabajadora, valiente y muy emprendedora, para ayudar a su marido a sacar adelante a sus hijos.

La señora María Trilla vendió pescado en Valsaín durante años, en la posguerra, tras los primeros años de mayor penuria. Iba por La Pradera y por Valsaín con un carro que ella misma llevaba, en el que transportaba el pescado que previamente compraba en Segovia.

Tras establecerse en Valsaín, años después, sería el señor Félix Gil quien también vendería pescado en Valsaín. Al igual que la señora María, el señor Félix también iba con su carro por el Barrio Nuevo, La Pradera y Valsaín. Pero en el caso del señor Félix, el carro era mayor, cubierto con una lona que lo protegía, e iba tirado por un caballo.

De la misma manera, el señor Ciriaco de Frutos, uno de los panaderos de Valsaín, fue durante años vendiendo el pan por los barrios de Valsaín con su carro, también cubierto con una lona y tirado por un caballo. El otro panadero de Valsaín era Ramón Trilla, quien también vendía su pan por todo el pueblo, y lo transportaba en seras a lomos de su caballo.

Cuando llegaba el señor Ciriaco frente a las escuelas, en la cuesta de la iglesia, realizaba casi siempre una parada obligatoria. Pasaba cuando las chicas y los chicos estábamos en el recreo. Y aquéllos a quienes sus padres les podían dar una peseta, y no todos los días, se acercaban a comprarle una de aquéllas pequeñas barras de pan que olían y sabían a gloria, y mataban el hambre.

En carromatos solían llegar a Valsaín familias de etnia gitana que iban errantes de pueblo en pueblo. Solían hacerlo al anochecer y se asentaban durante muy pocos días. Se dedicaban a la quincallería, es decir, rebuscaban en los basureros y recogían por las casas la quincalla, objetos de metal de poco valor con los que luego comerciaban.

También se dedicaban, especialmente los más mayores del grupo, a arreglar sartenes, pucheros y cazuelas de metal, que por el uso se rompían o se picaban, y necesitaban de reparación, y que la mayoría de las veces consistía en estañar las piezas, bien para soldar mangos y asas, bien para recubrir el fondo de estaño para tapar agujeros o evitar que se picasen más.

A los chicos, y también a los mayores, nos llamaban la curiosidad aquellas personas, por su forma de vida, sus vestimentas y su forma de hablar. Solíamos tener precaución cuando llegaban y, una vez que se dejaban ver, solíamos acercarnos a los carromatos e incluso hablábamos con ellos, eso sí, los chicos nos acercábamos siempre en pandilla, nunca uno solo.

Foto: Emilio Montes

En una ocasión, se asentó en el Barrio Nuevo una familia gitana con dos carromatos. Lo hicieron frente a la carretera de Madrid, en el espacio que hay junto a los primeros bloques. Era comienzo del verano.

Encendieron una lumbre frente a los carromatos y, poco a poco, llenos de curiosidad, fuimos acercándonos los chicos.

Cual fue nuestro asombro cuando, del otro lado de la carretera, aparecieron dos gitanos con dos culebras que acababan de coger. Bajaron al arroyo y las lavaron bien. Luego, se las entregaron a las mujeres, las cuales les quitaron las cabezas y las despellejaron. Una vez hecho lo anterior, las trocearon en rodajas, como si de pescado se tratara, las rebozaron en harina y las echaron a freír en una sartén con aceite que, al efecto, tenían asentada en piedras sobre la lumbre.

Era la manera de matar el hambre que tenía esta gente cuando no tenía otra cosa que llevarse el estómago.

Sin embargo, en Valsaín, a los gabarreros pocas veces les faltó el pan o los garbanzos, el tocino o los huevos. Pero… ¡a qué precio! ¡Siempre arriesgando la vida!

Los gabarreros madrugaban y se levantaban aún de noche para andar lejos acompañados de sus caballerías, a las que tenían que dar de comer y preparar antes de echarse al Pinar con el amanecer.

Estaban precisamente los tres hermanos, Emilio, Antonio y Pedro, preparando a los caballos y a un burro para irse al Pinar, cuando Emilio, que estaba poniendo la jalma al burro, el cual no se estaba quieto, cansado de que no dejara de moverse le gritó al animal: ¡buuurro!

El animal, espantado por el grito, salió veloz de la cuadra y saltó limpiamente el portón de más de un metro de alto, provocando las carcajadas de Antonio y de Pedro. No paró de correr el animal hasta que se vio lejos, dobló la calle Primera y siguió corriendo por la calle Quinta, y lo hizo cuando encontró abundante hierba fresca que comer, cerca de la calle Segunda.

Felicito y Trinidad, padres de Emilio, Antonio y Pedro, siempre recordaron esta anécdota vivida por sus hijos en su etapa de gabarreros, con la carga de humor que conlleva la reacción del animal: el burro voló literalmente sobre el portón.

Emiliio Montes Herrero.

©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com