Crónicas Gabarreras 19
 Crónicas gabarreras:   Inicio > La Escuela > AMACORD, "Mis recuerdos" (*)(Guillermo García Bayón).  


"La memoria en sí no es la clasificación inmutable de algo, es el recuerdo creado por uno mismo, siempre problemático y cambiante, de un hecho vivido emocionalmente. La memoria somos “nosotros mismos” que cultivamos, “incubamos”, mimamos y transformamos algo que creemos nos ha pasado de una determinada forma. No existe la memoria en tanto que fenómeno inmutable."

FEDERICO FELLINI.

(*) Película Título original: AMARCORD
Director: Federico Fellini.
Guión: Tonino Guerra y Federico Fellini.
Música: Nino Rota
Fecha de estreno: 13-XII-1973 (Milán)

Pues así, con más valor que Joselito, Belmonte y José Tomás, todos juntos, me atrevo a utilizar como enunciado de este escrito, el título de unas de las mejores películas del director de cine Federico Fellini. Este creó el vocablo Amarcord, para titular la película sobre sus memorias de infancia y juventud en su ciudad natal de Rímini (Italia) durante los años treinta del pasado siglo, en pleno auge del fascismo.

Por cierto, “desocupado lector”, aprovecho para recomendarle ver esta maravillosa película. Y si es posible en la versión original italiana.

Mis recuerdos de infancia respecto a la Escuela Pública de Valsaín, comienzan con mi hermana y mi madre llevándome de la mano mi primer día de escuela y dándome las últimas instrucciones:

—A ver, se dice “Señorita tengo ganas de hacer pis o Señorita tengo ganas de hacer caca…no se dice eso de tengo ganas de mear o tengo ganas de c… y esas cosas”.

Esto debía transcurrir en octubre de 1958. ¡Casi nada!

Previamente había desayunado un enorme tazón de loza lleno de café con leche y sopas de pan. Leche seguramente proveniente de las vacas de Cristina Manso y Pepe Trilla, pan de hogaza de Ciriaco y achicoria La Noria de Cuéllar.

Mi memoria me lleva a continuación a estar caminando con mi flamante cartera nueva (que me habían echado los Reyes con su “saca”, “borra”, lápiz, caja de “pinturines Alpino”, el cuaderno y la cartilla donde aprendimos a leer) en dirección a la casa de José y Antonio Salamanca donde su madre Esperanza les estaba preparando un contundente desayuno a base de tortilla francesa con sardinillas.

Vinieron las mejoras. Se acabó la estufa y entró en funcionamiento el Y así íbamos caminando en formación cerrada hacia la escuela mientras se iba sumando todo el personal menudo: Julio Isabel, Rosa y Angelines, Loli, Merce y Paloma Berrocal, Charo, Mari José, Paloma Alonso, Pablo, Adolfo, Lucas, Vidal y Javier Rodríguez, Pedro Peña, Marcos Martín, Reyes, Paloma, Mere y Lolo del Val… Por la calle Quinta bajaban José y Lorenzo Tapias, Jesús Castán, Agustín Peña, Genaro y Vitorino, Isabel y María Jesús Colomba. Ya en la escuela se nos unía el personal del Barrio Nuevo y toda la tropa del mismo Valsaín.

Las escuelas presentaban al exterior un aspecto correcto, yo diría que había sido un buen edificio para la época de su construcción, sólido en su estructura y con un buen diseño arquitectónico, como lo demostraban por ejemplo sus grandes ventanales con orientación sur. Por contra, el interior estaba en un estado lamentable. Supongo que consecuencia del paso del tiempo, la guerra, la postguerra, un Ayuntamiento sin recursos económicos, y no sé, tal vez del abandono y marginación secular que siempre sufrió Valsaín consecuencia de… bueno, vamos a dejar eso para otro día.

Existían tres niveles: párvulos (5 -7 años), medianos (7-10 años) y mayores (10-14 años) con separación entre chicos y chicas, claro.

En párvulos nuestra “señorita” era Doña Carmen (una buena maestra de la que conservo muy buen recuerdo) esposa de Guillermo Martín, oficinista de la fábrica de Maderas.

En este nivel aprendimos a sumar y restar, leer y escribir:

La-eme-con-la-a-ma, la-eme-con-lao- mo,… —Y un paso más: mi-mama-me-mima, mi-mama-me-ama, amo a mi-mama. Alcanzar la página del to-ma-te ya marcaba un hito.

Aquí mantengo un recuerdo que resume cómo era aquel lugar y aquella época. Y aunque la memoria es muy selectiva, como muy bien nos explica Fellini, los inviernos eran más duros que ahora, y las ropas, las viviendas, todo, no estaba tan preparado para combatir el frío como afortunadamente lo está hoy día. La clase tan solo tenía una estufa colocada al lado de mesa de la maestra.

Foto: Guillermo García Bayón

Una mañana, mientras empezábamos a copiar en el cuaderno la frase y el dibujo que doña Carmen nos había plasmado en la pizarra:

—Señorita, es que no puedo escribir.
—Señorita, no puedo sujetar el lápiz.

Teníamos las manos ateridas de frío. Entonces recuerdo, nos colocó en corro alrededor de la estufa con las manos enfrente de la misma. —Venga, vamos a mover y frotar las manos a la vez… a ver…otra vez… todos…

De esta manera, poco a poco, fuimos entrando en calor.

A partir de los siete años se pasaba al siguiente nivel, el de medianos. El choque fue brutal. Aquí mis recuerdos se tornan en blanco y negro.

En la clase, enfrente en la pared y encima de la pizarra, estaba el crucifijo y a cada lado de este los retratos de Franco y José Antonio. La estufa también al lado de la mesa del maestro. Los pupitres eran viejísimos y no tenían capacidad para todos, con lo cual permanecíamos apretados. Los suelos de tarima estaban podridos y dejaban ver el suelo de arena. Pero esto no fue lo peor. Había llegado un maestro nuevo (lo de “nuevo” es un decir). Un señor a punto de jubilarse llamado Don Román. Tenía un aspecto enjuto en general y una cara más enjuta si cabe, pelo cano y muy mala uva. Tal como aparentaba, estaba mal de salud, por lo que le ayudaba una hija suya, llamada Raquel. Esta sí tenía aspecto saludable y, no es que fuera mala, rayaba el sadismo. No aprendimos nada.

Afortunadamente al curso siguiente las cosas cambiaron a mejor (aquí mis recuerdos son ya en color). Había llegado otro maestro llamado don Julio. No fue mal maestro. Había sido alférez provisional durante la Guerra Civil. Le recuerdo por las tardes relatándonos sus historias de la guerra, cosa que escuchábamos muy atentamente, aunque en mi mente, y supongo que en la de los demás, habitaba otra versión de los hechos. Creo que fue ya en esta época, cuando ya empezamos a aprender a cantar el Montañas Nevadas, el Cara al Sol, etc. Al curso siguiente hubo otro cambio radical de maestro, y si cabe a mucho mejor todavía (aquí mis recuerdos se tornan no ya en color, casi diría que en tecnicolor). Se llamaba don Eloy y era un maestro joven con más y mejor formación que los anteriores. Era hermano del muy añorado y gran maestro don Urbano, que daba clase al grupo de los mayores.

El nivel en este momento ya era otra cosa. Con nuestra enciclopedia Álvarez de primer y segundo grado, aprendimos a multiplicar, dividir y a leer con fluidez. Todas las mañanas nos colocaba en fila haciendo corro para leer en voz alta, y en orden para seguir la lectura que iba pasando de uno a otro. Un error o un despiste suponía ir al final de la misma. De esta forma, además de una cierta competitividad, se iba produciendo una progresiva ordenación de los más avanzados a los menos.

Me viene a la mente y permanece en mi memoria el hecho de que tanto repetir alguna de las lecturas, llegamos a memorizarla:

—“Viriato fue un pastor lusitano que indignado por los crímenes y atropellos que los jefes romanos cometían, reunió una partida de valientes…“

Cuando ya con ocho años, camino de los nueve, y antes de terminar el curso, a un grupo nos pasaron a compartir la clase con los mayores. Esto era un orgullo para nosotros, y algo emotivo además, al sentir el calor protector que nos transmitían los mayores.

Y en estas estábamos cuando don Urbano nos enfrenta a Vitines y a mí a un debate sobre ortografía. Es de señalar, entre otros, el empeño de don Urbano en que no cometiéramos faltas ortográficas. Con este objetivo nos preparaba unos grandes listados con tres columnas de palabras con be, con uve y con hache, que había que memorizar. Gracias a lo cual, hoy es el día en que las generaciones que estuvimos bajo su tutela no nos caracterizamos por cometer grandes faltas de ortografía.

Pues bien, ahí estuvimos los dos enfrentados valientemente en un gran mano a mano:

—Burro (con be). Avión (con uve). Vaca (con uve si es animal, con be si es la del coche).

No tengo que decir quién ganó el debate. En mi descargo solo puedo alegar que Vitines era mayor que yo, que si no…humm. Creo que esto fue el principio de una gran amistad que diría Humphrey Bogart (interpretando al personaje Rick en Casablanca) y que perdura hoy día.

Foto: Guillermo García Bayón

Por entonces transcurrían los años 1962,1963 y 1964. En concreto fue en 1962 el año de invierno más duro que yo recuerde. Fue en estos años cuando se desbordó el río, se llevó el puente de la Boca del Asno, etc. También los años del rodaje más importante quizá, de los muchos que ha habido en Valsaín, de la película La caída del Imperio Romano. Su actriz protagonista Sofía Loren, su partenaire Charlton Heston y el productor Samuel Bronston, que venían de comer tortilla en el bar de Castán, pasaron montados a caballo delante de la escuela, con gran alborozo por nuestra parte, sonriendo y saludando con una gran profesionalidad. Y fueron además los años aciagos en que murió Juan Ramírez “Currinchi” y más aciagos si cabe cuando un año después murió su hermano Ángel.

En aquel tiempo, si el maestro te daba un guantazo, un capón o con la regleta (estaca más bien) en la palma de la mano, no había posibilidad de queja o protesta porque con seguridad en casa te caía al menos una bronca, si no otro capón. Lo cual don Urbano manejaba muy bien (ni que decir tiene que esto hoy día sería inaceptable desde todo punto), y cuando llegaba el recreo entre otros juegos celebrábamos “el clásico” Valsaín contra La Pradera:

—¡No vale el gol!
—¡Ha sido mano!
—¡Estabas en “orsa”!

Llegado el momento don Urbano nos avisaba del fin de recreo, a lo cual no hacíamos ni caso. Hasta que ya nos daba el aviso definitivo blandiendo la estaca en el aire. Entonces entrabamos en un cierto pánico y regresábamos corriendo y en tropel mientras nos atizaba unos buenos palmetazos en el trasero.

En este orden de cosas cómo no recordar también el estudio del catecismo:

—¿Eres cristiano?
—Soy cristiano por la gracia de Dios.
—¿Cuál es la señal del cristiano?
—La señal del cristiano es la santa cruz…

Recuerdo que se solía “tomar la lección” por la tarde y a ella íbamos como el que va a la guerra. Fallar en la respuesta suponía un palmetazo en la mano y si lo esquivabas, dos palmetazos, uno en cada mano. Pero bueno, seamos honrados con nosotros mismos, meternos en vereda no era tarea fácil, como el inteligente lector puedo suponer.

De don Urbano creo, todos tenemos un buen recuerdo, como maestro y como gran persona. Su interés y profesionalidad nos llevó a presentarnos al examen de las becas que concedía el P.I.O. (Patronato para la Igualdad de Oportunidades) del Ministerio de Educación Nacional. Previamente su empeño, perseverancia y el esfuerzo de mis padres lograron que en 1962 mi hermano Valentín se presentase a dicho examen, lo aprobara y pudiera empezar a estudiar el Bachillerato interno en Segovia en el Colegio Claret, conocido como “Los Misioneros”. Posteriormente, llegaría a la Universidad y sería el segundo natural del pueblo en alcanzar un título universitario de grado superior.

El primero lo había sido el recordado y querido Don Julián Pélagos (que además creo fue el primer médico de Valsaín) Y modestamente, creo que yo fui el tercero.

Y así fue como un diez de enero de 1965 con tan solo diez años marché interno a Segovia a este mismo colegio. Ni que decir tiene que, en aquella época, “bajar a Segovia” era como ir hoy a Nueva York. Esto supuso un cambio radical en mi vida.

Esto me recuerda el final de la novela El camino de Miguel Delibes, cuando el muchacho protagonista de la misma, El Mochuelo, cuenta que abandona el pueblo para ir a estudiar interno a la capital porque su padre quiere que progrese. Y es que mi padre ya previamente, y con habilidad, “me había lanzado una sutil amenaza”:

—Tienes la oportunidad de estudiar y ser alguien en la vida, tú veras. Si no, ya sabes el futuro que te espera; te compro un caballo o dos si hay dinero, o un burro y empiezas bajar leña del pinar.

En cualquier caso, las cosas no habrían sido exactamente así. La Gabarrería, al menos en su sentido tradicional, estaba ya desapareciendo. La emigración se estaba haciendo notar y la sociedad española en su conjunto también se estaba transformando. Estábamos ya a mediados de los años sesenta y… los tiempos estaban cambiando.

Guillermo García Bayón.
(Con la inestimable ayuda de Vitines y su increible memoria).


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com