Crónicas Gabarreras 19
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Foto: Mario Antón Lobo

El olor a leña de roble. También la cara expectante de la muchachada, como diciendo “con este nos vamos a entender”. Luego nada: no se cumplía una semana y me cambiaban de destino.

Unos años después, con la golosina de ir a comer a casa, opté por Valsaín y se me consiguió. Venía buscando el olor a leña de roble que había dejado nada más abrir la puerta, antes de entrar al aula. Lo que encontré fue un bautismo profesional: la variedad del hecho educativo y, sobre todo, su dificultad.

Considero que la labor de educar es la más difícil del mundo porque consiste en dar a cada uno lo suyo. Y es tan difícil o más entrar en cada uno para ver qué le corresponde…: eso si quieres, si puedes, si sabes, si te dejan, entrar.

Yo llegué a un pacto, más conmigo mismo que con mis alumnos: trataría de mejorar su nivel de lectura y a cambio les daría el graduado escolar. Me truncó el plan un inspector sensato que recondujo mis buenas intenciones al cauce de lo ortodoxia; no sé si llegué a ser un maestro normal.

Foto: Mario Antón Lobo

Valsaín, su geografía, su naturaleza, se presentaban ante mí como la versión más plausible del paraíso. Así lo viví, así quise transmitirlo y disfrutarlo. Todo me parecía bonito: el otoño, el frío, el ulular del viento en la valla del patio, la nieve, por supuesto, la crecida del río que nos tocó, las montañas, suaves unas, agrestes otras; las vacas tan quietas durante las heladas de invierno, la colección de perros ladradores, el jabalí de Pablo; las piedras desgastadas de la historia. Allí empecé a nombrar a los árboles a cada uno por su nombre, no así los pájaros que por más que lo intenté todavía no distingo en la rama a un verdecillo de un verderón. Creo que aprendí más de lo que enseñé. Entre otras cosas que los habitantes de aquel paraíso eran listos como conejos y aunque algunos, mis alumnos, leyeran despacio, se defendían como gato panza arriba. Sueltos por las praderas, por las montañas, por entre los pinos completaban un paisaje de supervivencia, ahora la llamaríamos ecológica y de desarrollo sostenible, no sé si entonces estaban puestas estas palabras. En una ocasión fuimos a hacer un censo de animales y el que le despachaba la leche a uno de mis alumnos le dijo que no tenía ninguna vaca, y por ahí seguido.

Vinieron las mejoras. Se acabó la estufa y entró en funcionamiento el radiador, a merced de Ramón, el que atizaba la caldera. La señora Genoveva nunca nos abandonó con su limpieza. El olor a leña de roble se fue difuminando. Apenas me queda en la memoria algún teatro, alguna excursión: a Doñana, a Madrid, a Ávila. En cambio, todavía me recuerdo por La Pértiga subiendo a Matabueyes, por La Laguna de Pájaros, por La Máquina Vieja, por La Cueva del Monje, corriendo como un animal más, pero preocupado de reunir a la grey dispersa que se me escabullía entre los pinos, entre las rocas. Si hubiera sido consciente de los peligros no habría salido del aula: nunca lo volví a repetir en ningún sitio. No se me van de la cabeza casi todos los nombres de ellas, de ellos, sus caras, en anécdotas variadas: el transporte, la comida, subiendo, bajando, torciéndose un pie, posando para la foto, recibiendo, sin poder huir, a las vacas que corren hacia nosotros… Ahora, aquí, me gustaría enunciar esos nombres, cada uno con su característica más importante, todas positivas, es lo bueno de cualquier tiempo pasado, pero resisto la tentación porque puedo dejarme alguno de los que durante cinco cursos fueron mi pasión; no hay cosa que más me duela, en este sentido, que haber despertado el afecto en un alma inocente y que el tiempo lo borre de mi memoria. Por nada del mundo quisiera dejar señalado a nadie o, más bien, no quisiera dejar de señalar a nadie. Tenía tanta juventud entonces que abandoné aquel paraíso casi sin nostalgia. La nostalgia me fue creciendo a medida que me hacía viejo y, cuando volvía, veía mi escuela, cada vez menos mía.

Foto: Mario Antón Lobo

Tuve la suerte de volver en otra etapa breve de mi vida profesional, oficialmente como maestro itinerante de música. Ya no olía a roble y los niños, tan distintos de los que yo dejé, me parecieron extraños.

De vez en cuando, al volver de paseo a Valsaín, al encontrármelos por Segovia, he disfrutado del recuerdo cariñoso de mis alumnos y he comprobado su crecimiento, como un labrador ve crecer el trigo. Alguno, hubo tiempo para tanto, ya no está y miramos al cielo para hacerlo presente. Todos me brindaron la oportunidad de vivir con alegría en un paisaje de ensueño y me enseñaron a enfrentarme a una realidad no tan idílica: Gracias.

Yo, que nací en Tierra de Pinares, ya no sé cuál es el aroma que más me embriaga, si el de los pinos negrales de la miera o el de los pinos madereros de Valsaín cuyo perfume, desde nuestro encuentro, renuevo de vez en cuando y a mí me sabe, con todo placer, a escuela de Valsaín.

Mario Antón Lonbo.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com