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Aroldo Verdier era un muchacho de 28 años huérfano y sólo, sin otra ocupación en la vida que derrochar su cuantiosa fortuna. Cansado de su monótona existencia en la corte, decidió pasar una temporada en las frescas alamedas de sus alquerías. Una mañana de fiesta, yendo a misa, una lindísima joven llamó su atención. La siguió a la salida hasta su casa, un vetusto edificio con un enorme escudo a la puerta. Eloísa Torremar, hija única del Barón de Cabañas, uno de los títulos más antiguos de la ciudad, tenía tanta fama por su belleza como por sus virtudes. Pretendientes no le faltaban, pero su padre los consideraba poco para ella.

Verdier acudió noche tras noche a la reducida tertulia de la casa de Eloísa y logró enamorarla. Así pasó el tiempo y ella cada vez estaba más apasionada del galán y él cada día más indiferente. El día 29 de octubre Eloísa estaba indispuesta y lloraba amargamente y el 31 después de dar a luz al fruto de sus amores funestos expiró. Verdier, al enterarse y temiendo las consecuencias, partió al anochecer cuando ya se oía el clamor funerario del día de los Santos. El lejano eco de las campanas llegaba a sus oídos como un sordo quejido que le aterraba y le hacía correr más al caballo. De pronto, este se encabritó y Verdier prorrumpió en terribles juramentos. Una espantosa visión sale a su encuentro como abortada por una roca que allí había. Era un alto esqueleto envuelto en una mortaja blanca con una guadaña.

Verdier, desencajado, permaneció inmóvil mirando aquella aparición que no era otra que la muerte. Al amanecer del día de los difuntos, cuatro labriegos levantaron su cadáver al pie de una larga y afilada piedra en la cima de Valsaín. Aquella piedra se llamó el Picacho de la Muerte y se dice que la muerte la corona en el día de los difuntos.

©Pedro de la Peña García | devalsain.com