Crónicas gabarreras: Inicio > La Escuela > Salimos del cole... y nos vamos a la lección (Mari Carmen Melero Sastre). |
Se iniciaba el verano de mis 16 años recién cumplidos, cuando Angelines “la de la tienda” le preguntó a mi madre si yo daría clase a sus hijos, ya que tenían unas tareas pendientes para septiembre.
Mi madre, enarbolando la bandera de la sinceridad que tanto la caracteriza, le contestó que, por conocimientos, perfecto, pero que no sabía cómo llevaría el tema de la paciencia. Lejos de contradecirla, creo que el asunto era más bien una cuestión de carácter; pero sea como fuere, así comenzaron los siguientes 19 años de mi vida.
Por aquellos entonces, el colegio de Valsaín recogía a toda la chiquillería del pueblo con menos de catorce años, ya que la EGB estaba totalmente vigente y los exámenes de recuperación de septiembre también. Siempre les oí hablar con respeto y amabilidad de “los profes”, aunque algunas veces no llevaran demasiado bien cierto grado de exigencia y esa necesidad de permanencia en las aulas cuando tanto les ofrecía el entorno en el que vivían.
Empecé “dando la lección” a algunos de nuestros jóvenes (hoy ya no tanto) los fines de semana y llenando muchas horas de los días de verano para preparar esos temidos exámenes, que encima nos coincidían con las fiestas, y que en bastantes casos, más de los que yo hubiera querido, servían para terminar la Enseñanza Obligatoria, colgar los libros y comenzar la vida laboral.
Fueron pasando los años y se juntaron
en el tiempo dos hechos que
hicieron cambiar esta dinámica
que ya se había convertido en costumbre:
yo vine a vivir de manera
permanente a Valsaín, y se inauguró
el Instituto en La Granja, donde
se implantó el que fuera en aquel
momento el nuevo modelo educativo,
la ESO. Esto trajo consigo
los estudios obligatorios hasta los
dieciséis años, y sobre todo, y en
esa parte a mi entender oportuna,
la mezcla de los chicos y chicas de
los pueblos vecinos.
Desde entonces, ya no solo los
veranos, sino todas las tardes del
año, se llenaron de libros, resúmenes,
trabajos, problemas…; se
llenaron de chavales con los que
compartiría mucho más que un
apoyo en sus estudios.
Se mezclaron los ejercicios de Matemáticas,
Física, Química y Dibujo
Técnico (aunque estos últimos alguno
intentara por todos los medios
esconderlos), y que eran las
asignaturas más propias de mis
conocimientos, con los de Lengua,
Filosofía, Latín o lo que se terciase
(la mayoría de los casos aderezado
con el temido Inglés). Daba igual,
había que salir adelante, el esfuerzo
tenía su recompensa, aunque
solo fuera la alegría contagiosa de
los aprobados, y por qué no, de las
buenas notas.
Disculpadme, pero tengo que hacer
un pequeño pero necesario
alto en este camino; de una de
esas “reacciones exotérmicas”,
mezcla de la química con el inglés,
resultó tras el paso de los años
un compuesto químico llamado
“amistad” entre dos “elementas”
condenadas a seguir compartiendo,
ya de tú a tú, los avatares de
nuestras vidas. El resto es otro cantar, así que continuemos con
nuestro paseo…
Yo entré en sus casas, donde además
de los deberes diarios, siempre
había un rato para contarme
la peripecia que tocara, sus aficiones,
sus enfados y miedos, sus
alegrías e ilusiones. A algunos no
pude sacarles de la cabeza los caballos,
los coches o los toros; alguna
se hacía algún desaguisado en
el pelo, otras compartían clase con
un alto grado de, cómo llamarlo…
¿energía?, que hacía que las palabras
de mi madre adquieran valor,
pero con mucha mezcla de divertimento.
Por cierto, y ahora que lo
pienso, ¡con cuántos hermanos y
hermanas compartí estos años!
Pero todos, todos ellos, de una u
otra forma, entraron en mi vida ¡de
qué manera!, y quiero creer que, de
algún modo, algo mío entró en la
suya.
En los resultados escolares, tuvimos
de todo (y digo “mos” porque
aquí todo era compartido); desde
mi sensación de fracaso por no
conseguir lo esperado, aunque
fuera lo mínimo, hasta la satisfacción
plena cuando les veía
conseguir altos logros académicos,
superando barreras que parecían
infranqueables cuando ya
cabalgaban solos.
Aun así, lo realmente importante es que todos ellos se forjaron como “buena gente”, que es lo que hace grandes a las personas y a mí sentirme orgullosa de ellos. Han dejado de ser niños; son hombres y mujeres de provecho, responsables, que van encauzando sus vidas y están comprometidos con su gente y con su pueblo. Y para siempre Lola, a quien el destino se empeñó en convertir en estrella del infinito para acompañarnos en cada uno de nuestros pasos, y para seguir mostrándonos, por lo menos a mí, que los golpes de la vida no nos hacen más fuertes, sino más sensibles.
No quiero pasar por alto a los familiares
y amigos con los que necesariamente
también compartí
tiempo y experiencias (alguna parrafada
al llegar a sus casas, tarta
en cada uno de los cumpleaños,
buenos ratos de fiesta y cosas así
de variopintas), y con los que, sin
saber muy bien cómo o porqué,
también se teje un hilo invisible de
cierta complicidad.
Por mi parte, dejé de dar la lección
en 2007 para embarcarme en otra
experiencia de vida. Lo hice con
una cierta carga de tristeza ya que
“mis chicos y chicas”, sin darme
cuenta en el momento, pero siendo
plenamente consciente de ello
con la perspectiva que da la vida,
habían ido dejando su impronta en
mí, y creo, sin equivocarme, que el
aprendizaje fue recíproco.
Durante estos años han aparecido
momentos para echar una mano
en alguna situación que surgiera:
de conocimientos, de directiva, de
vida. Saben que, aunque esté lejos,
estaré siempre para lo que necesiten.
Como complemento, mi sobrina
Inés se empeñó en que yo no
echara en el olvido todo lo aprendido
durante tantos años, ¡y yo qué
iba a hacer! Los que me conocéis
bien sabéis que ella es para mí harina
de otro costal.
Y el tiempo siguió pasando, ya lejos
de mis días de lección…, pero siempre
hay un hecho, que por simple
que sea, te devuelve al momento
donde todo comenzó; hace unos
meses un abuelo salía de su casa
con su nieto de la mano, y al verme
exclamó: “¡Mari Carmen, tienes que
dar clase a este!... Su hermana ha
salido a su tío, pero él es igual que
su madre”. El pequeño me miraba
con cara de sorpresa, algo de temor
y cierta pillería. Y los recuerdos se
agolparon en mi cabeza.
Volví a casa con una sonrisa dibujada
en los labios, con muchas
sensaciones, y claro que sí, con
una buena dosis de nostalgia. Y
puedo deciros que, en ese momento,
empezó este pequeño relato.
Mari Carmen Melero Sastre.