Crónicas Gabarreras 13
 Crónicas gabarreras:   Inicio > Naturaleza > Un día de marcha (Francisco Valverde Gómez)  


Foto: Paulino González

A veces, cuando dispongo de mi tiempo en exclusiva y, ajeno a mi entorno, doy rienda suelta a la mente para evadirme del presente, analizo mi forma de vida, comparándola con la de la gente que me rodea, incluso me comparo con los más aventureros que puedo imaginar, y llego a la conclusión de que ninguna persona es capaz de renunciar a sus propias costumbres y rutinas. Hasta el más aventurero organiza su vida en torno a cada uno de los retos a los que desea enfrentarse, y de una manera rutinaria los planifica. Pero ¿no es cierto que es la propia inercia de la vida la que nos conduce a la rutina?

En este discurso interior me encontraba imbuido cuando fui consciente de que estábamos llegando al lugar de partida de la marcha que iniciaríamos en pocos minutos por la sierra de Guadarrama, actividad lúdica que cada domingo organizamos por distintos itinerarios a través de la montaña, dirigidos por nuestro querido serpa Paulino. Aparcamos el coche, nos pusimos prendas de abrigos eficientes para combatir el frío imperante, procurando cubrirnos bien la cabeza y las manos, de forma que la incidencia de los tres grados bajo cero que en ese momento invadía el ambiente no hicieran mella en nuestro ánimo.

La marcha dominical es tan importante para nosotros como pueda ser la necesidad de soñar o de amar. Sin sueños y sin amor no tiene sentido la vida. Es cierto que soñamos sin querer, como acto involuntario, cuando dormimos, pero también es cierto que nuestros deseos son sueños que algunas veces se cumplen, dando otro sentido a nuestra vida, incluso cuando no se cumplen también lo hacen, pues en el trayecto que recorremos para conseguirlos, la ilusión permanece en nuestra memoria para siempre.

Lo que representa un paseo por la montaña solo puede expresarlo aquel que lo realiza. Es muy diferente a cualquier otra modalidad de paseo, ya sea por la ciudad o por la campiña. La montaña es la naturaleza viva, es un rival, es un reto, es disfrute y sufrimiento al mismo tiempo, es un amigo que te alegra la vida cuando el desánimo se ha apoderado de ti, pero también puede reaccionar como el peor amante cuando se alía con diferentes elementos de la naturaleza, consiguiendo que hasta la persona de más fuertes convicciones reniegue de ella misma, interiorizando desorientación, miedo e inseguridad, que unidas se apoderan de ella por completo.

Foto: Paulino González

A pesar del frío reinante, la claridad del día era un acicate para seguir subiendo en busca de la meta programada. La nieve nos acompañó durante todo el recorrido. Al principio seguimos la senda marcada por todos aquellos que nos había precedido y que, sin pretenderlo, habían abierto camino facilitando nuestra marcha. A nuestro lado quedaba un blanco impoluto, intacto, que durante la noche había cubierto por completo el pinar, aunque de vez en cuando, entre la espesura de los pinos se adivinaban las huellas de animales ungulados, posiblemente corzos, pues esta sierra tiene una importante población de rumiantes cérvidos, que difícilmente se deja ver y que si, por casualidad, aparecen, enseguida emprenden una rápida huida hacia la salida más segura que puedan encontrar.

Hicimos alguna parada en lugares estratégicos, la primera en el paraje de La Chorranca, pequeña cascada que ahora se encontraba cubierta de hielo y de nieve en toda su extensión, salvo en un pequeño orificio por donde se adivinaba que la circulación del agua transcurría por su interior. Ni que decir tiene que el momento fue inmortalizado en varias instantáneas que quedarían archivadas en nuestros móviles.

Una hora después llegamos a nuestra meta. Es un refugio de montaña conocido como el Chozo de Aranguez, de unos doce metros cuadrados, con una sola ventana abierta en el muro que se encuentra frente a la única puerta de entrada. En el flanco izquierdo hay instalada una plataforma a un metro de altura del suelo, a modo de litera, utilizada con alguna frecuencia por montañeros para pasar la noche. En el flanco derecho de la puerta hay una mesa rústica de madera y dos bancos, sin respaldo, con capacidad para cocho personas. Tomamos posesión del lugar temporalmente para consumir las viandas que llevábamos cada uno de nosotros y de esta forma reponer fuerzas.

Los rayos de sol se reflejaban en la nieve helada, reenviando su luz hacia los ojos que, de forma involuntaria, se dirigían al suelo, intentando zafarse de la incidencia directa del sol en la mirada. Sin las gafas de sol era imposible mantenerse con los ojos abiertos durante largo tiempo sin sufrir los dañinos efectos de la luz rebotada.

Iniciamos el camino de regreso por una ruta diferente, que por desgracia no había sido transitada por nadie antes que nosotros. Por supuesto que resultaba imposible distinguir la senda trazada y que en otras condiciones meteorológicas hubiera sido visible sin problemas. Tan pronto pisábamos pequeños arbustos, que difícilmente asomaban entre la blanca espesura, como nos hundíamos los pies en algún arroyo oculto bajo la nieve.

Foto: Paulino González

Después de media hora de marcha, al fondo, se adivinaba el camino forestal cubierto con más de treinta centímetros de nieve, que si teníamos la suerte de no perderlo nos llevaría hasta el coche. Nadie, ni humano ni animal, había transitado por él, lo cual me resultó extraño, en un principio, porque lo natural hubiera sido encontrar huellas de pisadas de algún animal, aunque pronto pensé en el campo abierto al lado del refugio, donde tampoco se distinguía ningún vestigio del paso de animales, por lo que llegué a la conclusión de que el instinto animal hubiera sido el responsable de este hecho. Supongo que los habitantes del bosque, hace miles o millones de años, adaptaron su morfología y aspecto externo al medio en el que viven, camuflándose con el paisaje para pasar inadvertidos, por lo que ahora, al moverse entre la nieve en busca de una comida inexistente, hubiera sido un riesgo muy grande para su vida exponerse ante sus depredadores naturales sin defensa alguna.

Continuamos la marcha pendiente abajo, sin mirar atrás, acelerando el paso por la inercia de nuestro cuerpo durante el descenso. Cuando había transcurrido alrededor de una hora, nos encontramos con las primeras personas que transitaban en sentido contrario, subiendo con esfuerzo y pisando una nieve en la que se hundían hasta cubrir por completo sus botas de media caña. El sonido de su respiración jadeante llegaba a nosotros como exponente del esfuerzo que realizaban, inspirando el aire a bocanadas como único recurso para recuperar el aliento y seguir subiendo.

Por fin llegamos a la parte del camino más despejada, por cuyo lugar el tránsito era más concurrido, al estar cerca del núcleo urbano. Al poco rato ya estábamos al lado de la casa de Paulino, donde habíamos aparcado el coche; nos subimos en él y emprendimos el viaje de vuelta a Segovia.

En el trayecto de regreso, pensé en las costumbres que a lo largo de los años vamos adquiriendo y que nos resulta imprescindibles para remontar el ánimo y buscar momentos de satisfacción basados en experiencias vividas, favoreciendo nuestra salud caporal y espiritual, en contraposición a todas las cosas que rutinariamente nos vemos obligados a realizar por otros motivos, muchas veces por mera subsistencia, como los animales.

Francisco Valverde Gómez.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com