Crónicas Gabarreras 13
 Crónicas gabarreras:   Inicio > Anécdotas y Curiosidades > La historia del caballo paticalzado (Pedro González).  


Foto: Pedro González

Muchos años han pasado desde aquella etapa en la que Pedro González se dedicó a la gabarrerría. Sí, muchos años, y por fortuna, mucho ha cambiado la vida. Pero, aun así, mantiene nítidos los recuerdos. Fueron tiempos muy difíciles, de demasiada escasez, muchas privaciones y de trabajo agotador, como sucede con los oficios relacionados con el pinar. Sin embargo, aquella época ya quedó atrás y hoy disfruta de una vida más sosegada. No es que su economía sirva para hacer alardes, pero al menos le permite vivir con tranquilidad.

A una edad temprana, Pedro se inició como gabarrero. Por entonces, todos los chavales comenzaban a trabajar en los pinares desde muy jóvenes con el fin de aportar su ayuda pecuniaria a las empobrecidas arcas familiares. Se abandonaba el colegio para adentrarse en ese mundo inclemente y lleno de sinsabores de la gabarrería, aunque también apasionante. El maestro que tuvo fue su hermano Lorenzo —y evidentemente, la experiencia acumulada tras superar múltiples peripecias—. Por supuesto, una etapa tan complicada se plagó de anécdotas, algunas más crudas, que prefiere que dormiten en el olvido, y otras que sí merecen la pena recordar. Así, por ejemplo, una mañana subió con las caballerías hacia el Hueco de Siete Picos; allí esperaba Lorenzo preparando las respectivas cargas de leña. Ese día de diciembre había nevado y la helada nocturna hizo descender considerablemente el termómetro. Pedro subió montado en el caballo, pero el frío era muy intenso; demasiado intenso para un chico de dieciséis años, que llegó con síntomas de congelación. Se encontraba en tal estado que Lorenzo tuvo que golpearlo, obligarle a moverse y hacer una lumbre para que entrara en calor. A poco más se arrice de frío.

Foto: Pedro González

Luisa, Pedro y Juan.

Pero a él le gusta otra historia que sucedió en Siete Picos, en la parte de Cercedilla. Y así la narra:

—Nos encontrábamos en la pradera de Cerro Ventoso, en los límites entre el pinar de Valsaín y Cercedilla, pero en la jurisdicción de la población madrileña. Los gabarreros del pueblo vecino no subían allí a por la leña, pues se quedaban en zona más bajas. Así que nosotros aprovechábamos y preparábamos nuestras cargas, siempre con el ojo avizor, pues aquella zona estaba prohibida para todo aquel que no fuera vecino de Cercedilla. Con las caballerías prácticamente cargadas, mi hermano se subió a un pino para cortar un cándalo seco. Desde allí divisó al guarda, que subía montado en su caballo.

—¡Pedro! —llamó mi atención—, coge tu caballo y tu burro y tira para el pueblo, antes de que nos pille el guarda.

Tal y como me dijo Lorenzo actué. Él tardó un poco más, mientras descendía del pino y recogía las sogas. En cuanto pudo, salió escopetado y pasó al término de Valsaín, burlando al vigilante. No obstante, este llegó suficientemente cerca para divisar al caballo paticalzado.

—No corráis —decía ofuscado—, que no os vais a librar. Voy a llamar al cuartel de La Granja y que os denuncien, pues el caballo paticalzado es inconfundible.

No hicimos demasiado caso y seguimos con dirección al pueblo. Sin embargo, llegando a los Asientos, nos dieron aviso de que una pareja de la Guardia Civil y un guarda de Valsaín estaban en el pueblo, a la espera de que pasara por el puente algún gabarrero con un caballo paticalzado.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté a Lorenzo.

—Pues mira —comentó mi hermano—, creo que lo mejor es descargar el caballo en la Máquina Vieja, te vas con él por el Parque y yo llego a casa con los burros y el otro caballo. De ese modo no podrán descubrirnos.

Así lo hicimos. Como era el mes de septiembre, esperé unas horas, y ya caída la tarde yo me fui por el Parque con el caballo, mientras mi hermano llegaba al pueblo con los burros y el otro equino.

Ese día conseguimos evitar la denuncia —que suponía la requisa de hacha, leña, sogas y la correspondiente cuantía económica—, aunque era evidente que al siguiente día tendríamos que volver al pinar.

Foto: Pedro González

Quien se acuerde de mi hermano Lorenzo, sabe que era un manitas y que siempre tenía muchas ideas en su cabeza. Pues tuvo la ocurrencia de pintar con betún la pata blanca del caballo para evitar que el guarda lo reconociera.

Al día siguiente, llegamos al amanecer al pilón, donde nos reuníamos muchos de los gabarreros que íbamos al pinar. Un guarda esperaba nuestro paso en el puente de Valsaín. Mezclados entre todas las caballerías, pasó nuestro caballo paticalzado sin ser descubierto, gracias a la estrategia de mi hermano Lorenzo. De este modo tan original, conseguimos esquivar la vigilancia y librarnos de la dolorosa denuncia.

Así concluye Pedro su historia. Sonríe y deja entrever ciertos atisbos de nostalgia, aunque no desea para nada que vuelvan épocas tan espinosas. Mejor una buena narración, envuelta en la melancolía de los recuerdos, y que atrás queden tiempos calamitosos.

Muchas aventuras y desventuras aún guarda en su memoria, y quizás en otra ocasión nos deleite con un nuevo relato. De momento, disfrutemos con esta historia, que tuvo por protagonistas a dos jóvenes gabarreros y su caballo paticalzado.

Pedro González.

©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com