Crónicas Gabarreras 13
 Crónicas gabarreras:   Inicio > Anécdotas y Curiosidades > El barrio del Acero (Milagros Cabezalí y José Tapias).  


Foto: José Tapias

Comida de mozos en el barrio del Acero.

No nací en Valsaín, ni fui al colegio en su escuela, ni mis otoños, inviernos y primaveras transcurrieron entonces por sus caminos, pero los veranos fueron suficientes para generar ese vínculo que no ha hecho sino aumentar con el tiempo. Aquellos veranos lo tenían todo: la luz, el calor, el frío, el olor a madera, el zumbido de las abejas y el suave tacto de Amapola, una burra a la que podíamos montar y acariciar a nuestro antojo. Cuando año tras año volvíamos a finales de septiembre a Madrid, a la gran urbe, mi primera sensación era la de sentirme atrapada, la de que mi entorno había empequeñecido, a pesar de que volvíamos de un pequeño pueblo a una gran ciudad. Lo que me rodeaba era pequeño porque el horizonte en la ciudad también era limitado, y no solo porque ante mí se extendiera un largo año lleno de obligaciones y deberes, sino porque la ciudad me privaba de esa mirada hacia el límpido azul del cielo, el verde persistente de los pinos, la sombra grandiosa de los castaños y el Matabueyes y el Cerro del Puerco velando nuestros sueños.

Si me remonto a los recuerdos más antiguos de mi infancia en este pueblo, ahí está la calle Quinta. En Crónicas Gabarreras no recuerdo ningún artículo sobre ese barrio, sobre esa calle y los que allí vivimos, así que un día, tomando un vino con mi amigo Jose Tapias, salió el tema y decidimos traerlo a la memoria colectiva. Según me comenta Jose -él lo conoce bien porque allí vivió gran parte de su vida, allí está la casa de su abuela-, los mayores del pueblo hablaban de que, hace muchos años, cuando ni siquiera existía la fábrica de maderas, la Pradera de Navalhorno abrigaba a su vez un barrio llamado el barrio del Acero. Dicho barrio estaba constituido básicamente por la calle Quinta, desde la casa de los Gatos, arriba de la cuesta de La Hilaria, hasta la actual fábrica de maderas. Por aquellos tiempos las casas de la Pradera contaban con unos casetones de aserrío y la mencionada calle Quinta estaba recorrida por unas vías férreas por las que circulaban volquetes que transportaban la madera cortada desde los diferentes casetones. De ahí le vino el nombre de barrio del Acero.

Foto: José Luis Tapias

Lorenzo Tapias, vecino del barrio del Acero.

Al coronar la cuesta, a la derecha, estaba la Casa de los Gatos. Eran muchos de familia y solo recuerdo algún nombre como los de Leo, Goyita, la Pepa, Franco, Vitorino y Genaro. Siguiendo la calle, más arriba de una casa derrumbada, vivía la señora Paca, donde íbamos a comprar la leche con una lechera de latón en una mano y unas monedas en la otra. Recuerdo a sus hijos, Pedro, Maruja y Tinín. También estaban las casas de los Colomba: la de La Aurita y el señor Paco, donde vivían Angelines y Enrique, que era un niño muy pequeño entonces y que hoy es mi vecino; la de Sergio y la Magdalena, padres de Mili y Nati; la de Rafael y Juana, padres de Isabel, Chus y Rafita, un niño diferente y cariñoso que venía a nuestra casa en cuanto que le era posible. Frente a la casa de Aurita había una fuente de agua cristalina y helada, la Fuente del Morato, donde íbamos a llenar botijos y cántaros. En el mismo lado de la fuente y siguiendo para arriba, vivían la señora Petra y el señor Mariano -que tenía un taller de motos y bicicletas-, padres de Angelín, Loli y Carlos. Pegada a la casa de la Petra estaba la de los Castán, donde pasé los primeros catorce veranos de mi vida. Él se llamaba Flores y su mote era “El Mulero” y ella Inés; una gente extraordinaria y generosa. Sus hijos eran nuestros compañeros de juegos: Juanito, Angelines, Chus y Ana Mari, con los que vivimos aventuras de las que no se olvidan, como ir con Juanito a coger pájaros con liga. En el recodo de la calle que tuerce ya para la actual fábrica, se encontraba la casa de los Generales. Al dar la vuelta a la esquina estaba, a la derecha, la casa de la señora Plácida. Allí vivían Bienve y Tina, padres de Miguel Ángel, Santi, Javi y Henar, y también el entrañable Miguel Saavedra. Recuerdo que mi madre sentía un cariño especial por Miguel y siempre nos decía que recordaba cómo tuvo que trabajar desde bien joven para ayudar a su madre. A su lado la casa de la señora Amparo. Casi frente a ella, la de los Tapias, donde entonces vivían Lorenzo y Luisa, que tuvieron cuatro hijos: Luisina, Merce, Jose y Mari Carmen. Jose y Mari Carmen eran más o menos de mi edad y tenían una vida muy dura. Su madre había muerto cuando nació Mari Carmen y esa tristeza se les notaba en la mirada. Jose tuvo que trabajar desde muy pequeño. Yo le recuerdo arrastrando una carretilla más grande que él ayudando a su padre, un hombre imponente -al menos eso me parecía a mí-, con mucha autoridad, que tenía una carpintería. Jose es un buen ejemplo de cómo, con el esfuerzo y el trabajo, se puede cambiar una realidad tan dura como fue para él su niñez. Algunos de esos niños de la Calle Quinta fueron verdaderos héroes del trabajo que sacaron adelante a sus familias contra viento y marea, privados de una infancia que no pudieron disfrutar plenamente.

Con esos niños que vivían en las casas cercanas a la de Inés y Flores pasábamos los veranos mis hermanos y yo y nos subíamos a los árboles, cazábamos lagartijas o jugábamos al Murreo. Jugábamos a las chapas también y nos subíamos al carro de Santiago, arrastrado por los bueyes, que nos llevaba hasta la cacera.

Foto: José Luis Tapias

Luisa, vecina del barrio del Acero.

Continúo el recorrido. La casa de al lado del señor Lorenzo era la de la señora María, “La Pochera”; aunque sus hijos eran más mayores, recuerdo sus nombres: Lucio, Maruja y Vicentín. A continuación, vivía la señora Pilar, “La Escobarina”, con sus hijos Mariano, Pili y Jandro. Con ellos vivía un personaje que era Goyo, no muy alto y con unos ojos claros muy bonitos; le recuerdo también como a un personaje triste. Al lado de la señora Pilar estaba la casa de los Chanines. Después, un arroyo bajaba impetuoso en aquel entonces dividiendo la calle Quinta. Al otro lado del arroyo, a la derecha, solo recuerdo la casa de la señora Marcela y el señor Benito. La señora Marcela era una anciana vestida de negro risueña y con el poder de quitarte las verrugas; a mí me quitó unas que me habían salido en la nariz, rezando unas oraciones y rozándolas con sus dedos. Esa casa fue para mí muy importante, pues en ella veraneaba una amiga del alma, Rosa Mari. Ella fue mi compañera de juegos, de pandilla, de adolescencia y todavía sigo contando con su amistad. En la casa de al lado vivía el hijo de Marcela y Benito, Fidel que estaba casado con la Crispi y tenían tres hijos: Fidel, Esperancita y José Luis.

Mi más cariñoso recuerdo para todos esos niños y niñas que tejieron el escenario de mis veranos y que hoy siguen siendo amigos y vecinos con los que me gusta compartir mi cada vez más placentera vida en este pueblo.

Milagros Cabezalí (Paicos) y José Tapias.

©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com