Crónicas Gabarreras 13
 Crónicas gabarreras:   Inicio > Los artistas > Cántico para la nueva estación (José Carlos Sancho Fernández)  


Foto: Cipriano de Benito

Todo respiraba alegría y buena disposición en la aldea, aquella mañana de verano. Eran los primeros días soleados y con cielos azules tras una primavera fría y húmeda, en la que no habían faltado algunas nevadas que cubrieron todo el entorno con un blanco ropaje que hacía apetecible estar en casa, junto al hogar.

Pero esto parecía quedar atrás y llegaban además las fiestas que celebraban cada año el comienzo de la estación cálida. Hoy durante la noche, darían comienzo con la reunión que mantendrían con los pobladores de la vecina aldea, el pequeño banquete de bienvenida y el baile posterior, en el que cada uno mostraría sus habilidades con los cantos, la interpretación con instrumentos musicales variados y las danzas.

Así que Nora se aclaraba la voz y practicaba en el corral de su casa, pues pensaba entonar una preciosa canción celta que expresaba las bondades del tiempo estival para la vida y el amor. Las gallinas le hacían coro cacareando y picoteando a su alrededor. Nora era feliz cuando liberaba su voz al viento y sostenía dulces armónicos que parecían viajar ufanos hacia la inmensidad. Cada vez iba dominando más el tono y los volúmenes de esta hermosa melodía. Y para conseguir esto, lo más importante era sentir como algo real lo que la letra del canto decía. Cuanto más lo asumía como algo propio en lo que creía, mejor interpretaba la canción y más bello era escucharla. Las gallinas hacían ahora el silencio y parecían deleitarse con el sonido de su voz.

Había convenido con su padre que ellos aportarían a la celebración tortas de harina de castaña con miel, unas vasijas con vino de las poblaciones del llano y dos conejos asados que pronto vendría a buscar al corral Jano, el padre.

Y así fue: la puerta de la casa se abrió y Jano, con una sonrisa, pasó junto a Nora y caminó hacia el grupo de conejos que se alimentaba con algunos restos de alfalfa y hortalizas, confiados e ignorantes del destino que a dos de ellos les aguardaba.

Nora dejó su cántico y entró hacia la cocina para ir amasando la harina de las tortas. Hacía falta un poco más de harina de castaña, así que se puso una piel de oso como abrigo y se dispuso a salir a recoger algunas castañas que estuviesen lo más secas posible. En la aldea, cuando Nora salía temprano de casa, era como si amaneciese dos veces. El sol ya había salido hacía más de una hora. Pero en estos instantes, al asomar por el umbral de la puerta su hermoso rostro y aquella mirada resplandeciente, toda la calle se iluminaba con su presencia y un ambiente alegre se extendía entre las casas, huertos y corrales, como llamando a la vida y a la actividad.

Algunas vecinas que faenaban en los patios o a la puerta de las casas, saludaban a la bella muchacha al pasar, y varios hombres que cortaban leña no podían evitar detener por unos momentos su tarea, siguiéndola con la vista en dirección a los castaños. Nora, que era consciente de ello, sonreía haciendo más radiante aún la mañana.

El día pasó bien ocupado en la aldea con los preparativos, y poco antes del ocaso se oyó un rumor creciente en la falda de la montaña. Eran los cantos y la música de la comitiva de la aldea vecina, que se aproximaba poco a poco para la celebración. El rumor fue tomando cuerpo hasta convertirse en sonoro concierto, cuando los caballos y la comitiva entraban en las primeras calles. Allí llegaban los músicos tocando con sus panderos, sus flautas, sonajas y alguna que otra ocarina, sin que faltaran variados instrumentos de cuerda. Cantando venían mujeres, niños, ancianos y los hombres de diversas edades, haciendo un agradable juego de voces. Se podían respirar los múltiples aromas de los guisos y manjares que aportaban los recién llegados para compartir con nuestros aldeanos.

El sol ya se había ocultado tiñendo de naranjas y malvas el horizonte. Y una grande y preciosa luna se iba elevando despacio en el firmamento.

La velada transcurrió entre canciones, risas y degustaciones de los variados alimentos que unos y otros habían elaborado para la ocasión. Vinos, cervezas y zumos diferentes completaban esta exquisita fiesta, que pronto vio a numerosos grupos de danzantes que daban rienda suelta a su alegría, expresando con los movimientos de su cuerpo la emoción que sentían por el advenimiento de la estación cálida. Los niños correteaban y brincaban por todas partes, contentos y satisfechos, viendo el disfrute de sus mayores y paladeando los numerosos dulces que se hallaban sobre las mesas, por doquier.

Foto: Crónicas Gabarreras

En un momento dado, se oyó tronar la voz de Jano, anunciando la interpretación del cántico que su hija Nora había preparado. Las voces y jolgorios se fueron apagando, dejando paso a un murmullo expectante. Y entonces, brotó en la incipiente noche una melodía vocal, atractiva, preciosa, que dejó embelesados a los asistentes. Todos escuchaban como hipnotizados aquella clara voz que los transportaba a un mundo placentero y de ensoñación.

Algunos instrumentos musicales la acompañaron mientras muchos jóvenes no podían apartar su mirada de aquella belleza que, además, cantaba como los ángeles, haciéndoles sentir escalofríos en la piel.

Cuando Nora terminó, un apuesto joven de la vecina aldea se encaminó hacia ella y a su padre:” Hola, soy Randal, el hijo de Micón, el juez de nuestra aldea. Nunca he oído a nadie cantar como tú lo haces”.

Nora bajó los ojos, un poco avergonzada por tan alto elogio y respondió: “¡Gracias!”

Randal continuó: “Me gustaría conocerte más, saber qué gustos tienes, qué piensas de la vida…, de la naturaleza, de nuestro valle…Y también que tú me conocieras a mí, Nora. Tal vez podríamos emprender una vida juntos. O al menos, hacernos amigos.”

Jano aceptó sonriente, mientras Nora extendía su mano, tomando la de Randal y diciendo: “Bien…Podemos probar.”

Tomaron unas copas, se sirvieron vino del llano y brindaron por el próximo tiempo cálido y por la oportunidad que acababan de proporcionarse mutuamente. La noche y la fiesta seguían su curso y quién sabe si algún amor importante estaba a punto de comenzar.

Cuando el sueño se iba apoderando de los presentes, cada uno se iba retirando al descanso y los invitados se acoplaban en las casas de la aldea, como huéspedes por una noche, buscando abrigo en diferentes estancias, e incluso en las cuadras o bajo los porches. Nora cedió su cuarto a una madre, con su niño de seis años, mientras ella decidió dormir a la puerta del corral, a la entrada, bajo el tejadillo del porche, arropada con su piel de oso.

Al poco de amanecer, Randal, que se había alojado con su padre, Micón, en casa de un amigo de éste, se encaminó hacia el hogar de Jano y Nora para despedirse de éstos y concertar algún próximo encuentro.

Dobló la esquina, vislumbrando la puerta del corral. Y entonces pudo ver, bajo el tejadillo del porche, una piel de oso, arrugada y junto a ella, manchas de sangre en el suelo y la huella de un cuerpo que había sido arrastrado calle arriba, en dirección a la montaña. Además, podía verse claramente una sucesión de pisadas de un gran plantígrado en el suelo, húmedo aún por las últimas lluvias.

Los ojos de Randal se inundaron de lágrimas al reconocer en aquella piel, el abrigo que Nora llevaba la noche anterior.

Aquel día amaneció solamente una vez en la aldea de Nora. Los lugareños estaban más tristes que de costumbre, mientras la comitiva de la aldea vecina se iba alejando en un significativo silencio. Ya recordarían para siempre aquel desafortunado comienzo de verano y la bella melodía que habían escuchado la noche anterior como un canto de despedida.

José Carlos Sancho Fernández.


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