Crónicas Gabarreras 13
 Crónicas gabarreras:   Inicio > Historia > Valsaín y la Pradera de Navalhorno en armas (Eduardo Juárez Valero)  


Año de publicación: 2015

Tras muchos años de investigación acerca de la Guerra Civil Española en el Real Sitio y varias publicaciones al respecto, resultaba imposible para este Cronista cerrar este ciclo de publicaciones sin aportar un pequeño granito de arena a la montaña de recuerdos que atesoran estas Crónicas Gabarreras año tras año. Y de recuerdos y memorias irán estas líneas, sin duda, superficiales, a tenor de lo ocurrido en este Paraíso durante aquellos terribles días de 1936.

De todo lo sucedido entonces, mi memoria investigadora ha de hacer un primer alto el día 21 de julio, cuando la milicia de Valsaín se las hubo de ver con el Regimiento de Transmisiones del Pardo. La milicia se había creado de forma espontánea el mismo día 18 de julio, tras las manifestaciones producidas en la plaza del Azoguejo de Segovia y la Plaza de la Constitución de La Granja. Las dos casas del pueblo ubicadas en la Pradera de Navalhorno y Valsaín, respectivamente, constituyeron milicia obrera, vestida con monos azules, como bien recordaba Antonio Horcajo, Cronista de Riaza y veraneante en La Granja, capitaneada por Lorenzo Cabrejas. De familia bien conocida en todo el Real Sitio, Lorenzo era, a sus 38 años, presidente de la casa del pueblo y líder del sindicato UGT en Valsaín. Fácilmente reconocible por su cojera, organizó la milicia con el objetivo de defender los accesos a Valsaín desde el puerto de Navacerrada y La Granja. Cortando algún que otro chopo y castaño de los que flanqueaban la calzada, cortó la misma, estableciendo un bloqueo como el que un año más tarde repetirían las tropas franquistas ante el avance republicano durante la ofensiva sobre Segovia. A la vez que bloqueaban los pasos y accesos posibles, incluido el camino de Valparaíso, Lorenzo envió a unos pocos milicianos a controlar y registrar a determinados vecinos sospechosos de desafección al régimen republicano. La casa del párroco Andrés Maroto, por cierto, la registró el joven Jesús Martínez Marín.

Enterado Lorenzo, por tanto, de que una fuerza militar descendía desde el puerto, creyéndolos republicanos, salió con su milicia a recibirlos a la altura del restaurante La Hilaria. Justo allí se detuvo el primero de la veintena de camiones que transportaban a los fugados del Pardo, quienes, a voz en grito, significaban la farsa profiriendo loas a la República y al comunismo, como si una misma cosa fuera, oigan. De aquel vehículo se apeó Enrique Gazapo Valdés para seguir con la falacia y engañar a los republicanos. Uno frente a otro, Lorenzo y Enrique, escenifican uno de los momentos más sorprendentes de la Guerra Civil en Valsaín y la Pradera de Navalhorno: Enrique, representando el papel de militar fiel a la República y defensor del socialismo; Lorenzo, escamado de tanta fidelidad, pidiéndole ayuda y armas para defender el Real Sitio del avance de las tropas rebeldes. La conclusión de aquel encuentro no fue otro que la entrega de Enrique Gazapo Valdés de su pistola a Lorenzo Cabrejas. No me cabe duda de los remordimientos que en algún momento asaltarían al que sería Comandante Militar del municipio en los momentos más duros de la guerra cada vez que pensara en el uso que Lorenzo, fugado aquel mismo día a la zona republicana, dio a su querida pistola.

Foto: Crónicas Gabarreras

Otra parada inevitable en la memoria de esta terrible guerra se ha de hacer unos días más tarde, cuando Enrique Gazápo Valdés, ya Comandante Militar de la plaza, cayó en la cuenta de no haber declarado el Estado de Guerra en Valsaín y la Pradera de Navalhorno. Allí envió a un par de chavales de apenas diecisiete años, Antonio Galbis y un estudiante de medicina llamado Valbuena, montados en el coche incautado al médico Joaquín Trillo, preso en Caballerizas junto con el administrador del Patrimonio de la República, Luis Fernández Cordero. En lo que hoy sería el restaurante El Torreón, tras comprobar que el cabo de la Guardia Civil del cuartel de la Pradera de Navalhorno no tenía intención alguna de hacer tamaña declaración –de hecho, al recibir la orden, partió a pie a La Granja junto con su familia_, Antonio Galbis se subió al capó del coche y comenzó la lectura de la declaración del Estado de Guerra. Al mismo tiempo, frente a La Hilaria, una camioneta con tropas republicanas, enviadas por el Comandante Burillo desde Navacerrada, inspeccionaba la situación en que se encontraban las poblaciones serranas. Curiosa situación se dio en aquel instante, declarando los rebeldes la guerra en los aledaños de la fábrica de maderas y protegiendo guardias de asalto el orden republicano a quinientos metros escasos. Los habitantes de La Pradera de Navalhorno, sorprendidos, asistieron a la persecución a la que sometieron los republicanos, mucho más numerosos, a los dos jóvenes franquistas, al más puro estilo del Chicago de aquellos años, con disparos a mansalva y olor de neumáticos quemados en la Pata de la Vaca.

La tercera y última parada del periplo de este Cronista por la historia de la Guerra Civil en Valsaín y la Pradera de Navalhorno lleva al colegio de primera enseñanza y al recuerdo de los niños ociosos durante los años de la guerra. Destruido el colegio por los constantes bombardeos a que fueron sometidos los núcleos serranos, los niños que permanecían viviendo en aquel frente no pudieron ser escolarizados hasta finales de 1939. Si bien las margaritas del Requeté traídas desde Valladolid y la Sección Femenina de Falange organizaron colegios alternativos para “reeducar” a los niños del Real Sitio “infectados” por el marxismo, la situación en vanguardia hizo imposible el establecimiento de centro educativo permanente alguno en Valsaín y, menos aún, La Pradera de Navalhorno. Los pocos chiquillos que allí quedaron corrieron la suerte de la calle, alimentando las historias recogidas magistralmente por Juan Antonio Marrero en esta misma revista, sobreviviendo al acecho de las tropas acantonadas en Valsaín y viviendo aventuras sin par. De los contactos con soldados africanos, italianos, falangistas, legionarios, regulares, requetés, regateando comida y chocolate de vez en cuando, como bien recordaba el hermano mayor de mi buen amigo Eusebio Martín Merino, la infancia de Valsaín, si bien fue liberada del colegio por la destrucción de la guerra, hubo de crecer a pasos agigantados, dejando en las laderas ensangrentadas del Paraíso la inocencia y el candor, perdida la protección que los maestros de aquella ruina de colegio, hoy magnífico y premiado centro educativo, habían desarrollado los años previos al horror de la guerra y que, en la mayoría de los casos, nunca más pudieron retomar. En la memoria de aquellos niños ociosos y juguetones, pendencieros y traviesos, sencillos y amables, hoy abuelos, supongo que algo de felicidad y diversión quedará de aquellos años: de las luchas entre aviones a la terrorífica visión de los tanques, de la artillería tronando desde Peña Citores y la Camorca, del rancho compartido y del rancho robado, del intercambio de papel de fumar y tabaco en los pinares y jardines de La Granja, de los bombardeos aéreos y de la escuela destruida, sueño primaveral de todo chiquillo que se precie.

Yo, por mi parte, me quedo con la mala gaita del terrible Comandante Gazapo pensando en lo que Lorenzo Cabrejas estuviese haciendo con su querida pistola. Seguro que, cuando vino a inaugurar en los años cuarenta el colegio de La Granja, rebautizado con su nombre y mantenido incomprensiblemente hasta su cierre en los años ochenta, buscó entre la multitud a un avejentado Lorenzo Cabrejas para pedirle cuentas acerca de su pistola. A saber, qué hizo el pobre Lorenzo con aquella pistola y si la utilizó alguna vez, la cambió o, lo más seguro, le fue requisada.

Al fin y al cabo, las pistolas, como las malas ideas, cada uno con las suyas.

Eduardo Júarez Valero.
Cronista oficial del Real Sitio.


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