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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Fiestas y Tradiciones >  Cuando la vida era una fiesta (Raúl García Castán)  


Foto: Raúl García

Últimos días del estío en Valsaín; nítidos amaneceres ametrallados por el trino selvático de los pájaros, mientras la silueta del Torreón se despereza contra el horizonte. Postreras horas del verano, tardes eternas y somnolientas. El pueblo todo se adormece mecido por el coro sibilítico de las chicharras aserrando el sol. Noches septembrinas, veteadas de fugaces astros que surgen como nacidos de la lejana y casi intuida, negrísima, conjunción de los pinos con el cielo.

Con aires de hidalgo bárbaro y antiguo, arrastra el verano los deshilachados jirones de su manto, y agarrado a los hilachos, como una coda festiva y mundana, último y galante reducto de la estación moribunda, florece la fiesta del Rosario.

En las Tardes de toros, con mis primas y mi hermana como fuerza de choque y una vieja manta por todo arsenal, corría resuelto a conquistar nuestro espacio en la antigua plaza de toros, aquella catedral de pinos, aquel bosque de la tauromaquia donde los mayores, los "hombres", subían y bajaban, lata arriba, lata abajo, como en un cómico tiovivo, como en una aleatoria ola humana, según el direccional capricho del becerro.

Como audaces pioneros, como lobos foramontanos, marcábamos nuestro territorio, colocando la manta como quien clava una bandera en la luna, tomando posesión en nombre del clan. A uno, poco predispuesto genéticamente al disfrute de la fiesta nacional, le conmovía más la pena del toro que la gloria del torero, y encontraba mucho más amenas las historias de la calle que las lides de sangre y arena. -Que me voy a comprar una torta.

Eran, los de la fiesta, días extraños. En ellos habitábamos la patriarcal casa de los abuelos, palacio humilde y proletario, castillo villano y rústico, como exiliados voluntarios de la rutina de nuestra vida ordinaria, a salvo momentáneamente de la prisión de lo cotidiano. Los abuelos, como hieráticos reyes en sus tronos -aquellos crujientes butacones de caña-, dominaban la escena, y eran el elemento que cohesionaba en torno a sí la gravitación de la corte, una corte donde los cortesanos eran nuestros padres y nuestros tíos, todavía jóvenes y llenos de esos sueños que poco a poco la vida, esa puta tan bella, se encargaría de trastocar -Y a veces arrancar de cuajo- con el paso del tiempo. Pero los días oscuros esperaban agazapados aún en el limbo incierto del porvenir.

Foto: Raúl García

Los abuelos eran invariablemente entrañables hasta en sus regias disposiciones: -Hala, hijos; ir a llenar el botijo a la fuente el Castillo. Y nosotros, súbditos serviciales, íbamos a llenar el botijo a la fuente del Castillo. Y ya, de paso, a comprarnos un helado -un Drácula, un Mini-Milk, un Colajet, esas cosas- en el quiosco de "el carero".

Aquella casa entrañable, con sus viejos sillones de skay, cuyos plásticos asientos se pegaban a mis infantiles piernas con el sudor del verano y donde a menudo me sentaba a leer truculentas historias en los librillos del Reader´s Digest, del que el abuelo era suscriptor, o algún ejemplar de la colección de obras de premios Nobel de literatura, que lucía flamante en la estantería. A veces, tratábamos de convencer al abuelo, que se hacía de rogar, risueño, para que nos leyera algún párrafo del Diccionario Secreto, de Cela, que guardaba en algún rincón para nosotros desconocido, y que nos encantaba por lo escatológico: -"Los cojones del cura de Villalpando, los llevan cuatro bueyes y van sudando"- Accedía al fin, pícara la sonrisa; y nosotros nos revolcábamos de la risa.

De vez en cuando la abuela nos sacaba, de aquella despensa llena de platos de Duralex y vasos vacíos de Nocilla, una de sus apetitosas rosquillas o, si había menos suerte, una galleta María que sabía cómo saben todas las galletas de todas las abuelas del mundo, o sea, rancias.

Nos encantaba jugar en el florido patio, cuajado de olorosas lilas, con Risco, el perrillo de los abuelos -Risqui para los amigos, que murió peleando bravamente contra unos perrazos que le aventajaban en número y envergadura, pero no en valentía- y entrar en la misteriosa cuadra, siempre bien provista de leña de roble para el invierno, y llena de huecos oscuros y tenebrosos a nuestros ojos infantiles. De aquella casa partían todas nuestras incursiones festivas: a las comidas en la peña "El Tizo", a los toros por la tarde y a la verbena por la noche, a cenar un "perrito" o una hamburguesa entre el aroma agrio del vino peleón y el olor acre de la pólvora de los cohetes y los fuegos artificiales.

Las calurosas mañanas en la plaza del pueblo pertenecían por lo general a los juegos y concursos tradicionales, excepto la corta de troncos, que se solía celebrar por la tarde, y alguno que otro que se celebraba a cualquier hora, como esa ancestral tradición resultante de la curiosa e inveterada preocupación de los mozos del pueblo –de todos los pueblos- por la higiene de los forasteros, que desemboca invariablemente en la "invitación" al foráneo de turno a visitar el pilón local.

Raúl García Castán.



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