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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Fiestas y Tradiciones >  Fiestas de 1946 (Un año en mi pueblo) ( Pedro Merino García)  


Foto:Carmen Navarro

Septiembre iba pasando con normalidad y ya se empezaba a hablar de la fiesta grande en honor a la Virgen del Rosario, que es el siete de octubre, pero que se celebraba siempre el primer domingo de octubre.

De buenas a primeras, uno de aquellos días, cuando la gente se levantó, las cigüeñas ya no estaban. Ya se habían marchado y no volverían hasta el próximo año; en esos momentos ya estarían en tierras cálidas o camino de ellas y por ese motivo se dijo que el invierno estaba próximo, pero que todavía tendríamos días buenos.

Se iban haciendo preparativos para la fiesta quince o veinte días antes. Se pedían los permisos correspondientes para los festejos, se autorizaba cortar la madera y prepararla para hacer la plaza de toros -que se montaba y desmontaba todos los años-, se reunían todos los mozos del pueblo por un lado y los casados por otro y se acordaba anticipar una cantidad de dinero para comprar cuatro becerros, dos para el lunes y dos para el martes.

La madera que, como hemos dicho, se empleaba para hacer la plaza, la cedía el Patrimonio Nacional gratuitamente. Esta madera, después de terminados los festejos, se subastaba y con lo que se sacaba se pagaban los gastos que se originaban durante todos los días de fiesta, becerros, músicos… Los mozos, por regla general, eran muchos, y todavía se repartían algún dinero que sobraba después de la venta de la madera. Muchas veces se ponían, por ejemplo, sesenta pesetas, y se les devolvía del doble.

Se comía una parte de la carne de los toros y el resto se repartía entre solteros y casados que formaban parte "del toro", que era como se llamaba aquella sociedad de festejos, que se hacía y deshacía cada año. Los mozos más viejos eran los que organizaban todo lo relacionado con las fiestas.

Llegaba el esperado día de la función, como se decía allí. El día de la función era el domingo. La víspera, el sábado por la tarde, ya no trabajaba nadie. Nada más comer, la chiquillería salía de casa y se iba a esperar al coche de línea, que llegaba sobre las seis de la tarde procedente de la capital, en el que venían los músicos. Éstos eran los de siempre: el señor Paulino, el de la dulzaina, y Silverio, que tocaba el tambor. Pepe el sacristán, (Sacris, se le llamaba), después de comer se ponía su traje y corbata y se iba a la taberna hasta la hora de llegada del coche de línea -que no tenía horario fijo, solía llegar sobre las seis, como ya he dicho-. Así que a Sacris le daba tiempo a tomar unos medios de coñac.

Foto: Miguel Tebar

A las seis menos veinte llegó por fin el coche, con los músicos y mucha más gente; venía lleno. Volvían las mujeres del pueblo con sus hijos que habían ido por la mañana a la capital a comprar los guapos para estrenar el día de la fiesta, porque era raro que alguien no estrenara algo ese día: vestidos, trajes, zapatos…Por lo general, los chicos más mayores estrenaban sus primeros pantalones largos y las chicas zapatos -que ya apuntaban un poco de tacón alto- o su primer sostén. En los chavales, lo que no faltaba era un par de botas, "que así ya tienen calzado para todo el invierno" –decían las madres.

A las siete, la Novena en honor de la patrona Virgen del Rosario, después procesión alrededor de la iglesia y un poco de refresco (o guateque) en el salón parroquial a base de pastas y vino blanco en porrón. Después un poco de baile hasta la hora de cenar. La noche del sábado era noche de mucha juerga. Todo el mundo tenía tantas ganas de fiesta que se pasaba con la bebida y aquello se desbordaba, pero siempre a base de vino corriente.

Domingo, día de la función, los mozos a terminar la plaza para que estuviera lista el lunes. Se seguía bebiendo, por la mañana aguardiente de garrafón, que más que aguardiente parecía aguarrás. A las doce misa y de nuevo procesión; los más pequeños en fila delante, a un lado los chicos y al otro lado las chicas. Los maestros, Don Tomás y doña Dolores, organizando. A continuación, entre la Virgen y los chicos, mucha gente mayor bailando la jota a la Virgen, detrás de ellos don Andrés el cura, la Guardia Civil, y el resto de autoridades y demás gente del pueblo. También algún forastero.

Terminada la procesión, la Hermandad ofrecía otro guateque a todo el pueblo, como siempre, a base de pastas y vino blanco en porrón. Los chicos siempre en primer lugar, pues no se perdían ni una.

Después de comer, como de costumbre, se celebraba de nuevo la procesión, pero con menos gente. Lo que no faltaban eran los chicos de la escuela, y así evitaban ser castigados. Finalizada, todos a merendar, después baile por la tarde hasta las diez y a cenar, luego otra vez al baile, a seguir la fiesta.

¡Por fin lunes! Eso ya era otra cosa. Lo primero el toro del aguardiente, sobre las siete de la mañana. A veces, después del baile del domingo por la noche, había que terminar de cerrar la plaza para que el lunes, a primera hora, todo estuviera listo para poder empezar con la suelta del toro del aguardiente.

Foto: Angelines García

El toro del aguardiente consistía en poner un pequeño quiosco en el centro de la plaza con churros y aguardiente, y en él se metían dos o tres personas para despachar. Se soltaba un toro y a ver quién era el guapo que se acercaba a tomar el aguardiente con churros. Los más valientes, debido a las copas que llevaban encima, se arriesgaban, pero el revolcón era seguro; así que, según se cansaba el toro, la gente iba saliendo más a tomar el aguardiente que, como de costumbre, parecía aguarrás, te quemaba por dentro, pero era gratis… Cuando se cerraba al toro, la gente se agrupaba en torno al quiosco y se ponía ciega. Todo se acababa cuando el quiosco, entre los golpes que le daba el toro y la gente que se subía encima y se metía dentro, terminaba deshaciéndose por completo y fin del espectáculo. Había que fabricar otro nuevo para el día siguiente. Claro que eso no era problema ya que allí siempre sobraba madera y también buenos carpinteros.

La plaza quedaba vacía, unos a dormir -que era la mayoría- para estar despiertos y descansados para la corrida de la tarde, otros a sus tareas de cuidar ganado, porque aunque era fiesta, los animales no entienden de eso y tienen que comer todos los días.

Después de comer, por fin llegó lo que más gustaba: la corrida. Dos novillos para los solteros y después baile hasta las diez. A cenar, para a continuación ir otra vez al baile. Al día siguiente, el martes, toro del aguardiente a las siete y algunas vaquillas que se soltaban. Así se pasaba la mañana. Los mozos se comían un toro de los del día anterior en La Pista, que era el lugar donde se hacía el baile en verano.

El martes eran los casados los encargados de torear, poner banderillas y entrar a matar, pero no faltaba algún mozo, con alguna copa de más, que saliera a la plaza e hiciera alguna buena y bonita gracia. Ya finalizada la corrida, como el día anterior: baile hasta las diez, cena y otra vez a la plaza a bailar. Como esa noche era la última, el baile duraba más, hasta las cinco o las seis de la mañana. Después otro poco de toro del aguardiente, pero ya no hacía tanta ilusión. En la mañana del miércoles se subastaba la madera y alguna otra cosa y se ponía punto y final a la fiesta.

El señor Pepe, el sacristán, despedía a los músicos acompañándolos al coche de línea. Y, como de costumbre, se despidió diciendo: "Ya hasta San Antón". Y a preparar la iglesia y dejarla lista para su normal funcionamiento.

En aquella época, así eran las fiestas en mi pueblo.

Pedro Merino García.



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