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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Fiestas y Tradiciones >  Sentir las Fiestas (José Manuel Martín Trilla)  


Foto: Emilio Montes

Aún quedan vagos recuerdos de los festejos taurinos que se celebraban en el “Patio de Vacas”, en el entorno privilegiado que ofrecía aquel Palacio, ya decadente, pero que todavía guardaba su encanto. En ocasiones “La Chata” presidía esas singulares corridas en la que los mozos ponían a prueba su valor emulando el arte legendario de “Cúchares”… Mucho disfrutaba la Infanta de las Fiestas y no era extraño que, algunas noches, rehusara a sus rígidos protocolos y se acercara hasta las verbenas para bailar con tan aguerridos toreros. El alba esperaba la luz del nuevo siglo XX.

Con el implacable paso de los años, nuestro querido Palacio quedó sumido en el más profundo de los olvidos y se encaminó hacia un proceso de deterioro irremisible. Mientras se desmoronaban sus regios muros, la Asociación que presidía las Fiestas estimó necesario el traslado del coso taurino. Entonces la plaza del pueblo se tornó en la elegida como nueva ubicación y se erigió en el centro neurálgico de casi todas las actividades desarrolladas durante los festejos. La concesión de latas por parte de Patrimonio Real permitía construir el ruedo, los carros de los carreteros ejercían la función de gradas… Las Fiestas mantenían su carisma y cada vez arraigaban con más fuerza entre los vecinos de Valsaín.

Hasta que el grave conflicto que enfrentó a los españoles rompió la armonía del pueblo y enmudecieron sus festejos. El Estado de Guerra se adueñó del entorno y sus Fiestas durmieron durante un largo periodo. En los vecinos quedaban remembranzas de los buenos momentos y la esperanza en el retorno de su celebración añorada.

Corría 1940 cuando un nutrido grupo de jóvenes se propuso recuperar las viejas tradiciones. Ignoraban cómo respondería el pueblo, pues la situación económica –y la moral tras la dolorosa Contienda- era precaria en extremo. Sin embargo el éxito desbordó a los propios organizadores. Tan sólo dos días –que pocos años después se convertirían en cuatro- en un desnudo programa, pero que se desarrollaron con una ilusión inusitada. La Fiesta despertó del obligado letargo en el que nunca más volvería a caer. La Sociedad de Festejos resurgió de sus cenizas, se aprobaron nuevos estatutos, se organizó la renovación de cargos directivos, y cada cual asumió como propia la necesidad de colaborar con tan importante acontecimiento. Regresaban las Fiestas con nuevos bríos, para enraizar con solidez en los más profundos sentimientos.

Foto: Roberto Rodríguez

En aquel entonces se iniciaban el primer sábado de octubre y finalizaban el martes. El pistoletazo de salida le marcaba la Procesión, que partía de la Iglesia, ubicada provisionalmente en un salón de la señora Josefa y el señor Esteban en La Pradera, hasta Valsaín, para regresar de nuevo al punto de origen. Los pasacalles matinales anunciaban el despertar del nuevo día, los críos corrían perseguidos por los gigantes y cabezudos…; los churros aguardaban a los más madrugadores. Los concursos ocupaban el hueco de las mañanas –sin obviar el programa religioso- con actividades lúdicas de lo más variado y una más que aceptable participación. Las tardes del lunes y martes llegaban las expectantes corridas –desafío entre solteros y casados-, con la lidias de vacas y toros procedentes de las fincas de Virgilio o de Ortega. Y en la noche sonaba la dulzaina, bien de “Tocino”, bien de “Los Canitos” en veladas de lo más ameno. Cómo no reseñar la tradicional comida de la juventud que se celebraba los martes en “La Pista de Lucio”, el reparto de la carne de las reses lidiadas –que servía de paliativo a las maltrechas despensas de los vecinos-, o alguna que otra tragedia cuyo impacto ha llegado hasta nuestros días, como la muerte de “el Trucha” en el coso taurino.

Durante cuatro días, los habitantes de Valsaín, gentes en general de oficios muy duros, se olvidaban de sus avatares y disfrutaban de un respiro en sus vidas de penurias y dificultades. Pero antes del inicio de la esperada festividad, los mozos se juntaban para cortar las latas, y después para construir el ruedo en cuadrillas perfectamente organizadas. Eso les unía en torno a un acontecimiento del que se sentían orgullosos. A pesar de la precariedad económica, cada cual se las apañaba para disponer de un duro extra en el bolsillo: los gabarreros una carga más con la noche encima –pues trabajaban de sol a sol-, los obreros de la Fábrica y de talleres prolongaban sus jornadas en acuerdo con sus jefes…; incluso algunos mozos más osados burlaban los servicios de guardería y, en las horas intempestivas de la madrugada derribaban un pino, se lo echaban al hombro, y lo llevaban al almacén de algún maderista en complicidad con ellos. “La Fiesta era la Fiesta”.

Foto: Guillermo Martín

Desde antaño, muchos cambios han acaecido en esta carismática celebración, y no pretendo hacer un detalle exhaustivo de los mismos. Cuando inicié este artículo mis intenciones caminaban por otros derroteros:

Recuerdo la etapa en la que yo era un mozalbete que se hacía presente en cualquier acontecimiento de los festejos. Me entusiasmaba ver aquel derroche de ilusión, aquel espíritu de unidad, aquella organización casi perfecta. Y entonces aprendí que si las gentes de Valsaín interpretaban sus fiestas como las mejores que pudieran conocer, no se tratara de una verdad literal. Ellos estimaban que les pertenecían, que formaba parte de ellos mismos, de su identidad.

Las Fiestas no sólo se disfrutan; se viven y se sienten. Ése es el mensaje que me transmitieron quiénes me precedieron. Ése es el mensaje que yo quiero trasmitir a las nuevas generaciones.

José Manuel Martín Trilla.


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