Crónicas Gabarreras 0
 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Los Gabarreros >  Un día cualquiera en la vida de un gabarrero (Francisco Martín Trilla).  


Foto: Miguel Herrero

Es un día cualquiera de principios de invierno y un sol de uñas se muestra engañoso a las primeras horas de la tarde. El gabarrero, sale de su trabajo y como siempre, apareja rápidamente a su caballo, para dirigirse a por una carga de leña y sacar así un dinero extra qu  buena falta le hace.

No hay leña cerca y se dirige muy arriba, dónde le han comentado que hay  un pino arrancado. Aprieta a su caballo, pues sabe lo que se avecina; el campo está en un  silencio tan sólo roto por el crujir del hielo bajo los cascos del animal; el cielo comienza a encapotarse y la temperatura se suaviza.

Empiezan a caer los primeros copos, que  violentamente, dan paso a una importante borrasca de nieve, se borran las veredas y el gabarrero aún está lejos de su destino. Cuando llega cerca del lugar, dónde cree está el pino  arrancado, está cayendo la tarde y la nieve cubre las rodillas del animal.

–Me han dicho que es  en este barranco –piensa el nervudo leñador al que la ventisca ciega los ojos; sube la ladera, la  vuelve a bajar, la rodea pero no ve el objeto de su búsqueda; los nervios empiezan a aflorar–. Tendré que tirar alguna lata seca y exponerme a alguna denuncia, además de tardar una eternidad  y  tener la noche encima- –reflexiona para sus adentros–, pero no me voy de vacío.

A lo lejos, divisa al  pie de un riachuelo, las formas del viejo pino padre, derribado por el último temporal y cuyas  ramas apuntan al cielo. De un potente salto, baja de su caballo, lo ata a un pimpollo, saca el hacha y golpea enérgicamente la rama del pino, que por efecto del hielo hace que rebote; hay  que apretar todavía más el golpe.

En poco tiempo y aún jadeante, desata al animal, aprieta la  cincha y se dispone a cargar los enormes “ramancones” verdes.

La nieve, con la tarde casi vencida, le ciega y no le deja casi ver, no obstante, con pericia carga hábilmente al animal, le baja la tarre y tira precipitadamente ladera abajo.

El caballo se hunde hasta los ijares, en su desesperado intento de librarse de la tolla en la que se ha metido y que no ha podido evitar al estar tapada por la nieve. Rueda por la ladera, desparramando la leña por todos los sitios y  quedando en una posición difícil y peligrosa, pues ahora, las sogas están enredadas en su cuello, haciendo dificultosa la respiración.

El gabarrero busca a tientas el hacha enterrado en la nieve y no se lo piensa dos veces, corta la soga y libera al animal que también ha perdido la  jalma.

Apareja de nuevo al caballo, recoge las ramas, hace un nudo con las sogas rotas y ya con la noche encima carga otra vez como puede. –No sé cómo te habré cargado, procura no  volverte a caer, que ahora sí que la liamos –habla en alto con la caballería que parece comprender  la situación y lleva sin problemas el cargamento, hasta que el terreno empieza a ser llano.

Ahora se ladea. Piensa para sus adentros el gabarrero: –Demasiado bien está para haber cargado  sin ver nada, tengo que encontrar urgentemente algo para que no se dé la vuelta.

Foto: Victor Aparicio

Un “pimpollato”  tronchado por el peso de la nieve, se divisa cerca, le saca dos leños y recarga al equino que, ahora equilibrado, parece sentirse a gusto.

De camino a casa, ya no piensa en la odisea sufrida, sino dónde podrá encontrar al día siguiente leña, con la imponente nevada que está cayendo.

Los pinos van cediendo espacio al robledal y no ha podido buscar tajo para el día  siguiente; las posibilidades ahora son casi nulas. Sus ojos acostumbrados a escudriñar la  naturaleza, distinguen en la oscuridad una enorme rama que se ha desgajado de un viejo roble.

Al final voy a tener suerte –reflexiona para sus adentros– y no se me ha dado tan mal el día, mañana ya sé dónde ir.
En mi pequeña experiencia en el oficio de gabarrero del que sé, sólo llegué a ser  un mal aprendiz; he oído cientos de historias, sobre todo a la hora del bocadillo, donde al amor  de la lumbre se dejaba un rato de hacer leña que entonces se cortaba exclusivamente con el  hacha, para dar cuenta de un merecido almuerzo.

Mientras comían y al mismo tiempo afilaban las hachas con el gorrón, contaban historias y anécdotas, con esa forma tan especial de contarlas, empleando un argot único.

Un día cualquiera en la vida del gabarrero, recoge una de esas cientos de historias que se mezclan entre sí y que aunque fueron reales, no sabes ni cuándo ni dónde las escuchaste.

El gabarrero tenía tantos enemigos como el conejo; no sólo la nieve y el frío, otros eran aún peores: el viento, la lluvia, el hielo, las crecidas de los ríos, el barro, el calor del verano y las malditas moscas que no dejaban en paz a las caballerías, los  riesgos de accidentes, y un largo etcétera, del que normalmente se salía victorioso, con la máxima de llegar siempre con la carga, costase lo que costase.

Esta historia, no es ni muy dramática, ni muy heroica, ni muy extraña, sino algo perteneciente a la normalidad en la vida  de aquellos hombres, que hicieron del pinar su forma y filosofía de vida; dónde el día a día era un reto constante y las hazañas, tragedias y heroísmos que sólo han quedado en la memoria, darían para escribir muchos libros.

La revista Crónicas Gabarreras, que refleja el sentir de todo un pueblo, ha sabido dar con el título que más nos define, especialmente a las generaciones anteriores a nosotros, que están a la vuelta de la esquina, aunque por efecto del progreso y el cambio parece que hablamos de cientos de años.

El gabarrero y su mundo desaparecen con la misma velocidad que avanza este mundo voraz al que llamamos civilizado. Afortunadamente, nos queda la memoria colectiva, mucha de ella impresa en esta revista, que nadie nos podrá quitar y que ayudará a comprender sobre todo, dentro de algunos años, la forma de vida y costumbres de unos hombres que se llamaban “gabarreros”.  

Francisco Martín Trilla.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com