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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Naturaleza >  Valsaín, Pinar y Naturaleza (Emilio Montes Herrero).  


Emilio Montes y Aurora Herrero. Foto: Emilio Montes

A mis bisabuelos Basilio y Eustaquia, por haber trasladado
su hogar a Valsaín.


A mis abuelos Felicito y Trinidad, por haber establecido su
hogar en Valsaín.


A mis padres, Emilio y Aurora por haber creado, con la
ayuda de mis abuelos, un hogar en Valsaín.


A todos ellos, que me inculcaron el amor por esta tierra
maravillosa de Valsaín y su entorno, con el Pinar como
personaje destacado, lleno de vida y de encanto.

Valsaín, sus gentes, es un pueblo de profundas y enraizadas costumbres y tradiciones. La  dureza de la vida en Valsaín a lo largo de siglos, en los que la supervivencia era el objetivo en  un marco socioeconómico históricamente hostil, con una climatología adversa, marcada por el  clima continental de largos y fríos inviernos y veranos secos y muy calurosos, en los que la actividad laboral, que aportaba el sustento diario, siempre estuvo llena de penalidades, fue  marcando a fuego e impregnando en sus habitantes un carácter fuerte para soportarla.

Pero,  esas mismas personas, fueron adoptando una forma de vida en torno a la cuál recrearse. El entorno del Pinar y su riqueza paisajística llenó de sensibilidad a los moradores de Valsaín. El  asentamiento de familias trabajadoras, provenientes tanto de muchos puntos de Castilla, como  el resto de la Península, especialmente del Norte de España, enriqueció notablemente la  cultura, en todos sus aspectos (social, laboral, religioso, educativo, festivo y otros muchos), de  una sociedad que era esclava de una clase privilegiada a la que servía y que se había  establecido alrededor de las Casas Monárquicas del Reino de Castilla y, posteriormente, del  Reino de España. Así pasaron siglos, mas fue creciendo en ellas una esperanza: vivir con  alegría.

Es, precisamente, la necesidad de vivir con alegría en el ámbito familiar y en el ámbito  de la comunidad vecinal, copiando de las clases sociales superiores, villanos, nobles, aristócratas e incluso de la realeza, sus costumbres, lo que hizo que se buscase fuera del hogar el espacio necesario para crear un clima de convivencia e interrelación idóneo para  todos sus miembros, en el que los hijos jugasen con otros niños y niñas, y corriesen, y saltaran   aprendiesen a nadar y a esquiar, y a montar a caballo, y a andar con zancos y a jugar a la  comba, al chito y al murreo. Todo ello para que se divirtiesen y crecieran sanos.

También para  que conociesen las truchas y sus crías, los alevines; renacuajos, ranas y sapos, lagartos, lagartijas y salamanquesas. Para que vieran los hormigueros del pinar o de cualquier zona,  hormigas negras, hormigas rojas y hormigas con ala. Para conocer al jilguero y distinguirlo del  verdecillo o del piquituerto, del gorrión, del mirlo o del arrendajo. Poner a pájaros con liga, qué  eran divertimento de mayores y pequeños.

Felicito Montes y Trinidad Alonso. Foto: Emilio Montes

Para observar tanto a la nevadera y distinguirla de  la abubilla, como a la golondrina del vencejo; y por San Blas ver a la cigüeña pasar; observar al  milano, al azor y al alcotán y distinguirlos de la águila ratonera, de la águila culebrera y de la águila real. Así mismo, poder observar ratones de campo y erizos; liebres y conejos, ardillas,  corzos, zorros y jabalíes.

Un espacio necesario, también, para que la pareja disfrutase en los  pocos días del año en que el duro trabajo diario, de sol a sol, se lo permitía; en el que la madre y el padre, y a veces junto con otros miembros de la familia, abuelos, hermanos y sobrinos,  jugasen con sus hijos, puede que al tiro de maroma, a la vez que les enseñaban sus  habilidades: el uso de las hachas y de las sierras, y de las cuñas de roble y de pino, de cómo  se preparaba un saco de leña y cómo se había de atar con soga para llevarlo con seguridad a la espalda.

También para que aprendieran de las precauciones que se habían de tomar con  una caballería mientras se preparaba una carga de leña: de cómo se trepaba un pino y habían  de cortarse sus ramas y cogoto; de cómo se habían de lanzar las sogas con lanzaderas para  derribar cándalos, sin necesidad de trepar al pino; de las precauciones que también habían de tomarse para cargar a la caballería, de cómo cargarla para que el peso fuese equilibrado y el  animal no sufriera por un desequilibrio en la carga.

Así nació, entre las clases más humildes y  trabajadoras, la costumbre de ir a comer o de merienda a la Boca del Asno o a Los Asientos, al  Pino Gordo o al Cañito de San Pedro, a la Fuente del Milano, a la Fuente del Ratón, al Salto del Olvido, a la Fuente de la Reina o a la Fuente del Pájaro, al Vado de los Tres Maderos, a los Praderones o al Prado Redondillo, al Prado Largo o a la Casa de la Pesca. Los más atrevidos  el Arroyo del Telégrafo o al Arroyo del Infierno, al Arroyo del Funcional, a la Chorranca, al  Reventón, al Risco de los Claveles, a las Lagunillas o a Peñalara, a la Pradera de Vaquerizas, a Los Cotos o a Maja Hambrienta, a Casarás o a la Fuenfría, al Montón de Trigo, a Cabeza Grande, a la Camorca o a la Camorquilla.

Emilio Montes. Foto: Emilio Montes

De todo un poco se podía coger, si la habilidad y los  guardas así lo permitían. Con una carga de leña para casa y de helechos para chamuscar el  cerdo en tiempo de matanza se podía hacer la vuelta. Y con moras maduras en Agosto y Septiembre. Y una buena cesta de níscalos, si era por Noviembre o Diciembre.

Siempre se  podría ver el acebo, el majuelo y el jabino o enebro; el pelo de ratón y las chiribitas, la manzanilla y el poleo, el trébol, los juncos y los berros; el tomillo, la retama, el rosal silvestre y  sus frutos, los tapaculos; la estepa o jara, con sus blancas flores en primavera y sus hojas,  siempre pegajosas; y en las cumbres los piornos. En los robles los líquenes y las bellotas,  estas también en las encinas. Los pimpollos naciendo junto a otros más crecidos, las latas y los  pinos hechos y derechos.

Con el paso del tiempo, y al hilo de costumbres adoptadas por otras  clases sociales, se tomó por las clases populares, también, la costumbre de llevar a los niños a  bañarse y a merendar al río, mientras las madres y abuelas lavaban la ropa en la Presa, en la Poza del Puente o en la Pradera de los Tres Robles. En la Pradera, a merendar a la Fuente de la Irene, a la Fuente del Morato o a la Fuente del Castillo; también de merienda se iba a la  Cascada del Huevo y al Arroyo de Peñalara, bien junto al Puente de los Canales, o bien más  arriba, pasada la Máquina Vieja.

Para montar a caballo, al Parque y al Bosque. Para patinar,  cualquier cuesta era buena. Mas para esquiar, la mejor cuesta era la que, mi generación y la  generación anterior, llamaban la cuesta del señor Baldomero.

Emilio Montes Herrero.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com