Crónicas Gabarreras 0
 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Los Artistas >  El valle de los océanos (José Carlos Sáncho Fernández).  


Grabado: José Carlos Sancho Fernández

El arrendajo hubiera seguido espulgándose plácidamente sobre aquella sabina, si el crujir de las ramas y las piñas, que indicaban la proximidad de alguien acercándose, no le hubiese hecho salir de  su atalaya, lanzando un sonoro chillido.

La luz azulada del crepúsculo aún permitía ver aquella débil  y titubeante figura descendiendo por entre los enormes pinos, casi deslizándose, como también lo  hacía la dulce lluvia que comenzaba a caer. Resbalaban ambas pendiente abajo, entre los  helechos,… sobre el musgo y las rocas casi dormidas.

Pero esta vez no era sólo su hermana la  lluvia la que corría por su rostro. Gruesas y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y, a pesar del vertiginoso descenso por la ladera, fríos temblores estremecían todo su cuerpo y un mórbido reflejo  amorataba sus hermosos labios.

Les había visto surgir de la espesura, confiada, como tantas veces;  nadie podía imaginar que bajo aquellas deslumbrantes casacas, que incluso inspiraban respeto por  sus oscuros colores, latieran corazones tan desalmados. Le habían recordado en un principio a los  serios e imponentes guardias que envió el Santo Oficio, cuando prendieron, y posteriormente ajusticiaron, a su tía Marcela, la bruja,… ¡parecían tan respetables…!

-“¡Hola excelencias!”, les dijo  alegre y confiada, en sus 17 años, la bella Irene, hija menor del gabarrero Antón.

Nunca sospechó  que su vestido de campesina y su corpiño de algodón, con ese olor a la mejorana en que madre Julia aclaraba los trapos y la ropa, pudiera suscitar el mínimo interés en gentes refinadas y cultas.

- “Buenas tardes, muchacha, ¿qué haces tan sola por este lugar y a estas horas?”

-“No hay cuidado,  señor… ¡esto es como mi casa y es un lugar muy solitario! Paseo desde niña, noche y día, estos  campos. Mis padres y mis hermanos me han enseñado muy bien todos los rincones y caminos. Por aquí me conocen… ¡hasta las plantas, ja, ja…! Pero, ¿y vuestras mercedes, qué buscan por  cáaa…?

Los dos hombres cruzaron una fría mirada y el de más edad pronunció, un tanto pensativo:

-“¡Hongos!... Nos han dicho que durante estos meses se crían unos hongos suculentos, en parajes  retirados de los caminos con más transeúntes,… ¿tú sabes dónde, muchacha?”

Tampoco pensó la  joven mujer que su cabello revuelto y tan clarucho –los chicos la llamaban en la aldea “pelo paja”-  llamaría la atención de ningún hombre noble o instruido.

-“Claro, claro que sé dónde los hay… ¡Y de  los más gordos! ¡Algunos llegan a pesar varias onzas… no se imaginan ustedes! ¿Quieren los  ilustres señores que les acompañe? ¡Síganme, síganme…’”

Irene se puso delante y juntos  caminaron durante unos minutos, hasta aquella hondonada donde brotaba el arroyo que llamaban  en la aldea “La Fuente de Cristal”. Uno más de los innumerables que jalonaban el bosque de  Valsaín. En aquel hermoso  la canción del viento, acompañados por la voz cantarina del agua, que  parecía despedirse en su incipiente camino hacia el valle.

La joven rebuscó entre la hierba con una  ramita de saúco, pero enseguida, llamaron su atención en el terraplén que había al otro lado del arroyo, dos hermosos hongos de cabeza marrón, cuyo robusto y claro tronco aún destacaba bajo las  luces del atardecer que penetraban en la umbría. El viento crecía poco a poco.

-“¡Aquí,  aquí…señorías!”- exclamó, jubilosa, por lo que iba a poder ofrecer a estos visitantes ilustres de su  querido valle… Pero, un extraño silencio respondió a su proclama. Fue a volverse y sintió una mano  tensa y sudorosa que se apoyaba entre su cuello y el hombro que un ingenuo y rústico traje  mostraba púdicamente. El frío y la imagen de un grueso anillo dorado, sobre aquellos dedos  repugnantes, se clavaron en su mirada y en su sentimiento para siempre.

Sólo el ojo grande y fijo  del búho real contempló la larga y penosa escena. Sus gemidos fueron apagados por las  temblorosas y ávidas manos de aquellos canallas y por él, cada vez más, furioso rugido del viento.  Únicamente la hierba que, tan sólo unos momentos antes, acariciara con sus manos, pudo sentir su  rabia e impotencia, arrancándola ahora ante lo inevitable. Ella sólo pudo llorar y esperar.

Sin fuerzas  apenas para ponerse en pie, con las ropas desgarradas y la mente agarrotada por el pánico y el dolor, vio a los dos truhanes correr hacia la espesura, entre burlas y gritos de escarnio.

Pasados  unos minutos, en que el miedo fue dando paso al estupor y la tristeza, su primer impulso  semiconsciente fue agarrar una buena piedra y caminar en la dirección en que aquellos dos  bribones habían desaparecido.

Llegó a un promontorio y miró la bajada hacia su aldea: Ni rastro de ellos en toda la extensión que el sol, ya casi escondiéndose por el horizonte, y sus ojos, que  comenzaban a anegarse en lágrimas, le permitían otear. Sin saber muy bien si era una decisión aconsejable, se decidió a encontrarlos, pero dirigiéndose hacia el poblado, pues pronto comenzaría  a anochecer y el fuerte viento había traído unas nubes plomizas y amenazantes que presagiaban  tormenta. Los calores y la humedad de estos días iniciales del otoño, en contraste con la humedad  de las nubes y el fresco viento con que acababa el día, podían favorecer el fenómeno. Sí, sería mejor ir en dirección al poblado.

Se empezó a dejar caer, monte abajo, preguntándose quiénes  serían los malhechores y a dónde podrían dirigirse: ¿Tal vez,… cazadores de paso por el Palacio  de Valsaín?... (Desde que Felipe II, el bisabuelo del rey muerto, comenzó a construir esta  residencia, la zona había sido frecuentada por gentes nobles de la propia familia real, y otros aristócratas y altos funcionarios de la Corte, que no cesaban de galopar y recorrer los montes, tras  los corzos, rebecos y los jabalíes)… ¿Quizá… otro tipo de huéspedes albergados en la Casa del  Bosque, o en la de la Pesca…? ¡Qué más daba ya!

Foto: Maite Isabel

Un repentino relámpago iluminó su faz,  revolviéndole a la conciencia de la triste realidad que, hacía escasos momentos, acababa de vivir. Una vez más se detuvo en un claro del bosque y miró en derredor suyo. Los árboles, otras veces  amigos firmes y armoniosos, le parecían ahora gigantescos y absurdos espantapájaros, silenciosos  e inoperantes e incapaces de prestarle ayuda en el anhelo que su angustiado pecho pretendía: ¡Encontrarlos!

Si volvía a avistarlos, camino del pueblo, no podría hacer nada sola contra ellos. No  llevaba armas… una piedra podría dañar a uno y el otro, entonces… ¡Mejor ni pensarlo!

¿Y si les  veía en el pueblo? ¿Qué hacer si así fuere…? ¿Convendría decírselo a su buen padre, Antón, ya  anciano de más de de 60 años? No, sería un sufrimiento y un riesgo para él si pretendiese tomar  venganza de los dos granujas.

El hermano Rubén, fuerte y valeroso, guerreaba sabe Dios dónde,  para aclarar los problemas surgidos a la sucesión del desgraciado rey Carlos, muerto sin hijos hacía ya cuatro años. Las últimas noticias habían llegado tres meses atrás, de un amigo herido que volvía  de una batalla naval en Málaga. ¡Malditas guerras!

Y, las mujeres del caserío,… ¿qué iban a  pensar? No quería terminar algún día como Marcela, la hermana de su madre. Y a ésta, decírselo…  mejor no hablarle de nada trágico. Desde que pasó lo de su hermana, hablaba poco y su mirada  reflejaba vacío y miedo a la vez… ¡Pobre madre! Clara, su hermana mayor, no debía enterarse. Únicamente le acarrearía temor y tristeza… ¿Qué ganaba con saberlo?

En estos pensamientos  estaba, casi deslizándose ladera abajo, cuando recibió el sobresalto de una sombra ruidosa y fugaz  que cruzó ante su cara: Era un arrendajo que, asustado por sus pasos, lanzó un grito de sorpresa y  salió volando precipitadamente desde una sabina que estaba a pocos pasos.

Irene se dio cuenta, en  ese momento, de que la lluvia comenzaba tenuemente a caer, humedeciendo su rostro y sus  cabellos, como las lágrimas que desde hacía un rato surcaban su bello y afligido semblante.

-“¡Estoy  perdida. Y sin defensa!... ¡Yo no quería…!”

Tambaleándose y musitando estas palabras, pasó junto a la boca del túnel… Distraída en sus aciagos pensamientos, había llegado, casi sin darse cuenta, al  torrencial Eresma. ¿Habrían desaparecido por aquel pasadizo que, según las gentes, llegaba hasta  el interior del Palacio de Valsaín? ¿Eran personajes de la Corte tal vez, los que tan brutalmente y  con tanta vileza la habían tratado? ¡Nunca podrían averiguarlo!

-“Estoy cansada, no puedo más” – se dijo.

Un nuevo relámpago recortó su silueta sobre los negros peñascos a cuyos pies se  estrechaba el caudaloso y alto Eresma. Y se desplomó sobre la limpia roca. Una alfombra de musgo acunó su cabeza y sus ojos, azul profundo como la noche que ya empujaba, se levantaron hacia el  cielo.

Una vez más, como tantas, buscó refugio en la inmensidad. ¡En cuántas ocasiones, desde las  praderas cercanas al caserío o desde su mismo porche, había hundido su mirada y su mente en  este prodigio!

Y siempre le había parecido estar viendo algo que nunca había podido contemplar en  realidad, aunque lo deseaba desde niña: el mar, el océano del que Martín, el marinero de Segovia, había hablado tantas veces en la taberna del Camino Real. Ella lo imaginaba, y los azules oscuros  del cielo nocturno le parecían aguas profundas. Y allá, en lo más remoto, las estrellas eran lejanos  peces de plata. Bancos, miriadas… Algunos daban veloces saltos para luego desaparecer… Las  tenues nubecillas debían ser… ¡como la espuma de las olas, de las que hablaba Martín!

Sin  embargo, los grises nubarrones, que esta afilada noche borraban toda belleza, sólo podían  parecerse a las brumas y neblinas que el viejo navegante relataba haber visto en sus viajes a  América. Pero… ¡el tremendo frío y un relámpago cegador, seguido casi al instante de un seco  restallido, la trajeron bruscamente a la superficie de sus aguas inventadas! Bien mojada por el  aguacero, que parecía querer lavar cualquier mancha de este mundo en una noche, pensó que sería  mejor refugiarse de la tormenta. Mejor esperar y no seguir hacia el pueblo hasta que ésta se  calmase.

El rayo debía haber caído muy cerca de allí. Así que, decidió acurrucarse bajo una roca. La angustia y la tristeza fueron siendo sustituidas por el miedo nuevamente.

Se guareció en la  oquedad, medio envuelta en los girones de su blusa, y escondiendo las piernas encogidas bajo el  amplio sayal.

El cansancio físico y un hondo pesar sin imágenes se apoderaron de su mente y fue  fundiéndose en un profundo sueño, a pesar del frío. Esta noche, su océano celeste era distinto. No  había dormido nunca fuera de casa, y menos sola, y menos aún en el monte y bajo la tempestad.  Por eso, sus últimos pensamientos conscientes fueron para su hogar, olvidando casi la tan cercana  agresión. El aullido del lobo y el ulular del viento entre las quebradas, junto al ritmo constante del  agua al caer, musitaron una última canción de cuna a Irene, la niña de grandes ojos azul oscuro y  risa clara como el agua de aquellos montes.

Foto: Maite Isabel

Un suave calor que acariciaba sus pies, despertó a la  bella moza de triste expresión, ahora instalada en su semblante. Eran los rayos de un sol matinal   brillante y luminoso. Se incorporó de debajo de la roca. Todo parecía vibrar al unísono: el rumor del  torrente, los trinos de los alcaudones y los mirlos y hasta se podía oír la casi hirviente evaporación  del bosque, lleno de vida y humedad tras la tormenta.

Sacudiendo la arena de su ropa y sus brazos,  retornó a su camino hacia casa y a sus preocupados pensamientos, evocando el suceso de la tarde  anterior. Una vez más se sorprendió a sí misma. Ahora porque, sin saber la causa, estaba  madurando la idea de que daba igual al fin y al cabo, e iba notando más calma interior sin que  hubiese un motivo aparente para ello.

Ya se divisaba la aldea, a no mucha distancia, cuando, al salir  de un robledal, y torciendo hacia la izquierda, cerca de una curva del río, notó un fuerte olor. Era  algo extraño y penetrante a la vez… ¿azufre?... olor a… a quemado… a rayos y centellas, porque  ese olor no era algo demasiado conocido para ella, que había acostumbrado su naricilla a los sutiles  perfumes de este valle… olía a muerte, a podredumbre, a algo chamuscado, a…

¿Qué era lo que  sus ojos estaban viendo? ¿Qué era aquel infierno? A pocos pasos de ella, entre aquellos castaños: uno permanecía como… tiznado, requemado, como un negro fantasma mudo,… las hojas yertas y tostadas, marrones, lacias las que aún pendían en las ramas. Todo ello contrastaba con el verde intenso de la escena general. La hierba también se mostraba algo requemada en la prolongación de  las negras correderas que surcaban de arriba abajo la corteza del viejo árbol. Y penetrando todo el cuadro, aquel profundo olor… y en el centro de aquel macabro teatro, dos actores: desmadejados,  retorcidos en el suelo, con los ojos fijos y muy abiertos, como dos títeres rotos.

Se acercó. Su piel  churruscada y oscura y su ropa, como si la mano rabiosa de un dios la hubiese estrujado y consumido en un fuego vengador, no permitían adivinar quiénes eran aquellos desdichados. Se  inclinó más y vio algo que la sobrecogió, infundiendo en su alma una exótica mezcla de regocijo y  piedad. En la mano exánime de uno de los cadáveres lucía, levemente transido de un tenue polvo  gris, el maldito anillo que su mente nunca podría olvidar desde aquella tarde terrible. También se fijó  su mirada en la requemada banda de cuero, sobre el pecho del otro cuerpo y donde, en una gran  insignia de latón dorado y medio deformada, aún se podía leer un texto incompleto: “…REGE CAROLO II IN ANNO DEI DCXCIV”.

Una leve brisa acarició su rostro. Y los ojos se le emborracharon de lágrimas, firme ante aquellos despojos. Levantó su vista al “océano”, hoy más  radiante que nunca, o así le pareció, y lentamente reemprendió el camino. Su pulso acelerado fue  recobrando el ritmo y disfrutó cada paso sobre la hierba de la pradera, viendo acercarse las casas.  Algo le daba ánimos para explicar lo ocurrido. No mentiría. ¡Y que fuera lo que Dios dispusiese!

Irene sonrió a la vida y pensó con respeto en la muerte. Un leve contacto en su hombro: una enorme   libélula había… ¿tropezado?... con su cuerpo, y batía las alas alegre, en dirección al río.

Erguido el  pecho, su cabello revuelto al viento, subió rápidamente los ojos al oír el grito de un arrendajo sobre su cabeza, que volaba presto hacia las montañas del fondo del valle. No, pensándolo mejor… ¡no  iría nada! 

"Andarín"
José Carlos Sancho Fernández.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com