Crónicas Gabarreras 0
 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Personajes >  Crónica de un recuerdo (Esther de Aragón Balboa-Sandoval).  


Foto: Esther de Aragón Balboa-Sandoval

Es difícil volcar sobre unas líneas todos los recuerdos de una persona tan entrañable como lo fue mi abuelo, es complicado describir con palabras tanta admiración y tantas sensaciones, ya que un niño siempre ve con fascinación a los mayores que saben apoderarse de una parte de su corazón. Mi abuelo nació en Valsaín y su infancia marcó, sin duda, el resto de su vida. La nostalgia de una tierra tan accidentada y bella, los misterios de sus montes, el amor por la agrestenaturaleza, el placer de escuchar el murmullo de sus aguas cristalinas deslizándose por el valle, las numerosas tradiciones de sus históricos pasos..., todo ello es lo que yo sentía mientras escuchaba a mi abuelo hablar de su niñez. Ambientaba lo que nos narraba tal y como lo hacía en sus novelas, de forma que sus relatos conseguían introducirnos en su mundo, revivir con él sus años de infancia.

Hace unos días oí que comentaban la existencia de lobos en el Valle de Valsaín y rápidamente vino a mi memoria uno de sus relatos más bellos. Decía que cuando tenía siete años, su compañero más querido era un pequeño perro al que llamaba Sol. Un día su amigo murió y mi bisabuelo lo llevó a un vertedero, donde lo depositó; mi abuelo sintió una gran tristeza y durante tres días se acercó con dolor al lugar. Ocurrió que, al aproximarse el tercer día, encontró a un famélico lobo comiéndose a su amigo; ambos se quedaron inmóviles observándose, mi abuelo con miedo y el lobo olisqueando con desconfianza, hasta que el segundo decidió que no le apetecía la interrupción y, cogiendo entre sus afilados colmillos al perro, se dio media vuelta y se fue. En ese momento él interrumpía su relato, nos miraba y como debía entender que nos faltaba una parte de la historia, quizás porque para nosotros, pequeños, aquello no podía quedar así, seguía contando que un día, yendo de paseo en bicicleta, se adentró en los pinares y encontró un perro pequeño y juguetón. Dejó la bicicleta y se acercó poco a poco al cachorro que, en seguida, se prestó a corretear detrás de él. Las cosas no se pusieron muy bien cuando oyó un gruñido y vio a la madre del pequeño que era, ni más ni menos, que un famélico animal; mi abuelo no se atrevía a mover un músculo y el lobo no hacía más que olfatear el aire. El cachorro, mientras, seguía haciendo cabriolas, pero como su compañero de juegos se había convertido en aburrida estatua, perdió el interés por mi abuelo y volvió los pasos hacia su madre, quien se mantuvo quieta el tiempo que tardó su hijo en llegar a ella; después tomó suavemente con la boca al pequeño y desapareció por el monte.

Mi abuelo hablaba mucho de la incomparable naturaleza de la zona, él era un gran amante de ella; de hecho, nunca se alejó mucho de allí, de manera que después de su matrimonio y de haber tenido ya a sus cuatro hijos, decidió volver a vivir durante un tiempo en Valsaín, en la primera casa que había a la derecha al pasar el puente. De aquella época también hablaba y quizás ahora, rememorando sus palabras, siento que la estampa que describía no podía ser más azoriniana: un lugar en el que la vida discurría con cotidiana monotonía, donde se reunían con asiduidad personajes como el cura, el herrero, el médico y mi abuelo. Comentaba que uno de los mayores placeres de sus reuniones eran las subidas a Peñalara de excursión, lo que debía ser práctica frecuente. Los paisajes, el olor de los pinares, la belleza del recorrido... todo hacía que mientras hablaba pareciera perdido en la grandiosidad de su tierra y de sus recuerdos.

Cuando se refería a su novela “La sombra Blanca de Casarás” decía que no era la única que había desarrollado en la zona; de hecho, hasta mi propio padre recuerda que una de las que mi abuelo no quiso editar, pero que él mismo llegó a leer en manuscrito, tenía un personaje con el que se identificaba y que la acción sucedía en el Valle. En cuanto a la primera citada, sé que produjo una fuerte conmoción en su momento, pues nadie se atrevió a dudar de la veracidad del relato, de manera que mi abuelo contaba cómo, tras la publicación, se hizo habitual ver gentes recorriendo los montes, cargados con palas y dispuestos a descubrir cualquier indicio de tesoros enterrados o escondidos en la sierra. Él aseguraba que aún era posible ver a Hugo de Marignac cabalgando y atravesando las ruinas de Casarás como una exhalación; ni qué decir tiene que nosotros paseábamos de pequeños por las ruinas esperando con temor ver aparecer al jinete de capa blanca y cruz ochavada y que subíamos a la Cueva del Monje creyendo que nos iba a salir un nigromante o que íbamos a encontrar el túnel para llegar a tan preciado tesoro templario.

Foto: Esther de Aragón Balboa-Sandoval

De chiquillos estuvimos pasando algunas vacaciones allí, sin embargo, yo era demasiado pequeña y mis recuerdos de Valsaín son posteriores, pues datan de aquellos momentos en los que mi abuelo volvía para dar un paseo, para saludar a sus amigos y, de paso, rezar ante la tumba de sus padres. Entonces él nos llevaba a la serrería y nos contaba con orgullo cómo mi bisabuelo había montado su máquina; ese mismo orgullo que emitía al hablar es el que aprendimos nosotros a sentir por él, por sus abrumadores conocimientos, por su capacidad para imaginar y plasmar por escrito lo que desarrollaba y lo que sentía. Para mí, especialmente, hay un factor más y es que siempre pudo hacer que aprendiera las terribles matemáticas delante de un libro y un papel, así como, y a la vez, aprendiera a amar la naturaleza mediante pequeños paseos por el campo; nada mejor que penetrar en la belleza de los paisajes a través de sus ojos, sobre todo en la belleza de los de Valsaín, sus preferidos. Valgan sus propias palabras para ilustrar lo dicho; así describió él el horizonte desde el Puerto de la Fuenfría en La Sombra Blanca de Casarás: “Por la espalda queda el valle que acabamos de cruzar, abierto por el sur hasta confundirse con la ondulada llanura en que se asienta Madrid, cuyos edificios y torres se alcanzan a divisar en los días serenos, y por el otro lado se presenta uno de los formidables repliegues del sombrío valle de Valsaín, oscuro y misterioso como la espesa capa de pinos con que se viste, limitado por la ingente muralla de los Siete Picos y por la masa sombría y rocosa de Peñalara, cuyo pelado lomo, semejante a una maldición de Dios, se levanta en violentísimo declive sobre el valle, abrumándole con la magnitud de su grandeza”.

Nunca quería hablar sobre las tormentas, pero recuerdo que decía que le asustaban porque cuando era pequeño le inquietaban y sobresaltaban las deslumbrantes culebras de fuego que, imprevisibles, parecían rodearle en los montes, tanto como le amedrentaba la magnitud de los sonidos que el eco repetía una y mil veces por el Valle y la tremenda claridad de los relámpagos. De ahí que las primeras escenas de la Sombra Blanca de Casarás tengan el encanto de sus propios sentimientos sobre Valsaín una noche de tormenta.

No existen muchos datos sobre la vida de mi abuelo, lo sé, quizás porque él no era muy proclive a ofrecer detalles de ella, y quizás porque nuestro país olvidó muy pronto a ciertos escritores que alcanzaron fama en la década de los años veinte, pero lo que sí dejó escrito, en alguna de sus cartas y en la ya citada novela, fue el orgullo de haber nacido en la pequeña aldea de Valsaín. Nosotros aprendimos eso de sus palabras, de sus relatos, y, de hecho, somos muchos sus nietos y todos sentimos el mismo amor por el lugar; la última vez que yo estuve haciendo fotos en Valsaín, en la calzada romana, en el puerto y en las ruinas de Casarás, sentí que todo aquello no había perdido un ápice de su belleza, del encanto y de la magia que tanto transmitía mi abuelo. Desde las alturas, contemplando el fantástico horizonte, me resultó fácil identificar sus palabras e intentar hacer mías sus descripciones; entonces su recuerdo era mucho más vívido y, por lo tanto, mucho más fácil sentir que él estuvo allí, contemplando con amor el mismo panorama.

No puedo terminar si comentar un hecho que avala todo lo que acabo de decir. Cuando las horas de mi abuelo llegaban a su fin, le pidió a mi padre, como última voluntad, que se acercara a buscar agua a una fuente determinada y a recoger unas hierbas muy finas que nacían bajo el chorro de otra fuente. Mis padres partieron con premura y mi abuelo se sintió en paz cuando pudo satisfacer sus deseos. La fuente de la que tuvieron que tomar agua sigue estando junto a la carretera de las Revueltas, la segunda que hay al empezar a bajar desde el Puerto; en cuanto a las hierbas, que no soy capaz de identificar, procedían de una fuente de Valsaín y crecían justo en el lugar donde caía el chorro.

Esther de Aragón Balboa-Sandoval.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com