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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Naturaleza >  Valsaín: Otoñar paciente (Javier Arenal Martín).  


Foto: Javier Arenal Martín

Puede que los gabarreros hayan visto el monte de Valsaín como un recurso económico, un lugar maldito donde se materializaron los mayores dolores de espalda, un espacio ligado a la tortura del trabajo. Puede también que el paisaje en el que vivimos haya sido el escenario de muchas de sus aventuras fantásticas. Los gabarreros nos dirían: “vayas a donde vayas al monte, no te traigas las manos vacías”. Pero esa recompensa, ¿debe ser siempre material?

Desde hace mucho tiempo, el monte ya no se ve sólo como un recurso productivo. Hoy somos muchos los nuevos gabarreros que bajamos cargas de admiración, de diálogo con la naturaleza. Traemos las caballerías repletas de imágenes, sonidos y olores. Los tiempos cambian, y el “paisanaje”, que decía Unamuno, cambia su relación con el “paisaje”. Incluso los paisanos que todavía hoy suben a por leña seguro que bajan algo más…

Decía Alexander Von Humboldt, famoso geógrafo que un día supo admirar nuestro paisaje, que el “carácter de un paisaje, y de toda escena imponente de la naturaleza, depende de la simultaneidad de ideas y sentimientos que agitan al observador”. En el pasado se discutió sobre si el carácter de las gentes de un lugar estaba influido por el paisaje donde vivían. Hoy se han abandonado esas posturas deterministas. No obstante, siempre habrá un paisaje de nuestra patria chica que a todos nos seduzca. Posiblemente, ese paisaje y esa estación sean para nosotros una metáfora de sentimientos que poseemos en nuestro interior o que deseamos. Puede también que se deba a que asociamos recuerdos de etapas agradables a un cierto paisaje y época. Así, por ejemplo, la contemplación de la nevada en la noche hace resurgir reminiscencias infantiles, cuando la nevada nocturna aseguraba el juego a la mañana siguiente. En mi caso es el monte de Valsaín y el Otoño. Los colores cálidos del otoño estimulan mi mirada que escudriña atónita nuestro paisaje como si se tratara de la primera vez. Soy testigo mudo, privilegiado de sus mudanzas. Los momentos que me detengo a sentirlo traen el sosiego a mi alma. Porque dondemuchos ven nubarrones y se agregan al calor televisivo, otros vemos nubes deshilachadas que deambulan etéreas entre las siluetas fantasmagóricas de los pinos, los días de luz tenue, en penumbra de calma, de sonido colmado de silencio. No han acabado todavía las fiestas de San Luis cuando los castaños de indias de la Casa de Los Perros y Puente de Segovia empiezan a volver las hojas. Volver, curiosa expresión para la retirada de la clorofila al árbol. También vuelve el sentimiento del otoño, ciclo indefinido, y a uno se le ablanda algo.

Árboles, sois alquimistas:
el oro creáis en vuestras copas;
árboles del otoño,
me calan vuestras hojas.

Penumbra norteña, luz humilde,
siluetas de pinos, la niebla pasando,
el río crecido ensordece,
arrulla el regato susurrando.

Líquenes y musgos resucitan,
con lento goteo hermanado,
trompetillas erectas hacia el cielo tocan,
melodías de bosque encantado.

Foto: Jesús Cobos

Durante las fiestas de nuestra Señora del Rosario, pueden verse algunos años ya amarilleando las hojas de los arces de los puentes. Conforme se gasta septiembre y estrena octubre, los perales y guindos de las huertas se transforman en antorchas de fuego rojo, contrastando con la todavía agostada maleza mojada de los terruños abandonados. Al mismo tiempo, se tiñen de rojo los escaramujos de Pico Judío, y los frutos se consumen en las solanas. Las praderas del parque han resucitado tras la tortura del estío, luciendo una tímida alfombra verde intensa que poco a poco se difumina con las hojas de los árboles que el viento ha tirado. Deseo ya otoñar paciente. En los días claros, aureolas de oro. En los grises, cortezas vivificadas. Árboles, suelos y fachadas enrojecidas.

Espero contemplar de nuevo cómo se esconde la clorofila, cómo huye lentamente por los delicados pecíolos de las hojas. La alquimia del color. Inhalar los volátiles de las primeras teas, intoxicarme con las hogueras. Las noches, la ventana y la lluvia. ¡Cómo deseo otoñar en ti, Sierra de Guadarrama! Las nubes deambulan deshilachadas entre los pinos al fondo en la Camorca. Mensaje que interpretan los fresnos del río. Junto con los acerolos, serbales y arces mezclan los colores rojos, naranjas y amarillos. Entre tanto, los castaños de La Pradera gozan de su máximo esplendor. Los avellanos y serbales regalan pinceladas amarillas al siempre verdiazul del pinar. Amanitas y níscalos llevan el rojo al suelo. Poco después se unen los helechos, tapizando de naranja el suelo del pinar. Los robles sagrados se hacen de rogar. Vuelven sus hojas paulatinamente, sin prisa, otoñando pacientes. Disfrutan de los colores de los demás, mientras que deleitan con su intensidad de color y el verdor de su suelo los primeros días de noviembre. Su marcescencia nos regala prórrogas del otoño más allá del invierno.

Para el espectáculo del color, además de un tiempo, hay espacios. El Cerro del Puerco, El Parque, Navalrincón, la ventana, son algunos de los templos de color. La luz cambia de continuo. Nube y cielo comparten protagonismo. Claros y nubes se complementan permitiendo iluminar con luz humilde, pero generosa y limpia, teselas anaranjadas. Olor a leña y tea. Aire del norte que lava la cara a la Sierra. Reflejo de la puesta de sol en las fachadas. Triunfa el ocre en mi paisaje. Se iluminan como farolillos anaranjados las hojas marcescentes de los robles que crecen entre los pinos y las que descansan en la hierba nacida y tierna. La luz penetra ya horizontal, moldeando las cortezas bermejas de los pinos silvestres, iluminando como farolas las matas de muérdago de sus copas, y los tallitos de hierba. Silencio susurrante de un vientecillo moviendo las hojas quebradizas por el suelo. Otoñar al pie de la montaña, mirar hacia el sur. Al anochecer, ver las siluetas de Siete Picos, Cerro Ventoso y La Camorca delante del Montón de Trigo y La Mujer Muerta. Adivinar el Collado de Tiro de Barra a través del esqueleto ya invernal de un viejo castaño, que se clava en la última claridad del crepúsculo, cuando ya han desaparecido los colores encendidos de la puesta de sol. Las nubes se rasgan al paso por las crestas de los montes, quedando restos deshilachados y rezagados que rompen la línea nítida y continua de la cuerda de la montaña. Y la noche trae el invierno al otoño en el maravilloso lugar en el que vivimos.

Javier Arenal Martín.


©Pedro de la Peña García | cronicasgabarreras.com