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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Crónicas de la Historia >  El mejor coto de caza de Castilla (Juan Antonio Marrero Cabrera).  


Isabel la Católica

El silbo fuerte de los monteros apenas logra apaciguar el vibrante ímpetu de las jaurías. Caracolean los caballos que piafan inquietos en la amanecida. La espera enerva a los animales que han olido la caza. El jinete que preside la comitiva se separa del grupo. Aún de lejos extraña la influencia mora de su atavío. Domeña su magnífico corcel a la jineta morisca en vez de la brida castellana. Sus ropas desmañadas contrastan con el lujo y colorido que visten los nobles que le acompañan. Enrique IV respira con fruición la brisa de la mañana, mientras sus ojos inquietos aguardan quizás un buen presagio en la alborada que clarea los jarales. Parece decidirse al fin, y a su gesto, el montero mayor hace sonar la nota vibrante y profunda del cuerno de caza.

Sueltan los monteros las rehalas de perros que parecen volar, arrastrando tras ellos a los jinetes que se arrancan en confuso y alborotado tropel. Y es como una oleada la masa de peones y monteros que bate las jaras, espantando las fieras que acosan los perros de presa. Entre la pinarada y el monte bajo, brincan las jaurías, saltan los caballos y es un coro de aullidos y relinchos y gritos desaforados que estremece la paz dormida. Y de lo más profundo del bosque surgen los ciervos, que tiemblan de espanto y tratan de escapar con brincos inverosímiles (1).

Tenso de emoción, vibrante, el rey Enrique blande con impaciencia su venablo en un imaginario alanceo. Hasta él llega el confuso fragor de los ojeadores. Y de pronto, sus ojos brillan con un acerado fulgor. Agudos, rabiosos, han estallado a lo lejos los ladridos de la jauría. La presa es segura. Y el continuo aullido, como un ulular, se acerca al escondite. Aquí están. Ya llegan. Una fuerza bruta troncha las matas con terrible estrépito.

Negro, con ojos fulgurantes, erizados los pelos como púas, el jabalí cruza el llano como una tromba que todo lo arrasa. El Rey, impávido, blande la lanza, espolea el caballo y se abalanza sobre la presa que infunde espanto por su fuerza y su rabia. Toma impulso el jinete, arroja el venablo y de un salto desmonta junto a la fiera blandiendo el machete de caza. Las gruesas botas de cuero salvan la dentellada del jabalí, que el Rey remata de un tajo monumental. Y de nuevo vuelve el rey Enrique a montar a caballo, sin detenerse a contemplar los últimos estertores de la res ensangrentada, que se aprestan a devorar los perros enloquecidos de la jauría. El Rey de Castilla caza en Valsaín.

Foto: CENEAM - O.A. PARQUES NACIONALES. Oriol Alamany

Tal afición sentían los Trastámara a la caza y a descansar en el pabellón de Valsaín que más tarde convertiría el austria Felipe II en un magnífico palacio, que en tiempos de Enrique IV la caza mayor reservada a la Corona, arrasaba los campos vecinos. “Tal atrevimiento, escribe Palencia( 2)llegaron a cobrar los ciervos y jabalíes, que devastaban todos los frutos de las cercanías a presencia de los campesinos, por la costumbre de verlos contemplar en silencio el destrozo”. “En el monte “Gabia”, cerca de Segovia(3), tenía cercados seguramente cerca de tres mil ciervos de diferentes edades, muchos gamos y cabras monteses y un toro muy bravo” (4).

Otro de los bosques cercados que utilizaba el Rey era el entonces salvaje de El Pardo, como puntualizaba Escavias(5): “hizo dos bosques, dos casas fuertes y suntuosas maneras; el uno en Balsaín, cerca de Segovia, y el otro en El Pardo, cerca de Madrid”. Y es que la caza se consideraba el más apasionante deporte para la realeza. Una auténtica aventura, algo temeraria en ocasiones, en la que muy pronto destacaría por su destreza y valentía la joven infanta doña Isabel. Porque “la más excelente reina que han conocido los siglos”, según Marineo Sículo y sus contemporáneos, Isabel de Castilla, que presenciaba los desfiles ricamente engalanada, aceptaba honores de trompetas y atabales y alardeaba sobre el campo de batalla. Prefería el caballo nervioso incluso, cuando en su tiempo, las mujeres cabalgaban sobre mula y manejaba bien la lanza y mataba jabalíes. Una práctica a la que se dedicaría en los montes de El Pardo, durante su apagada estancia en el Alcázar de Madrid y con toda brillantez, años más tarde, en el extraordinario coto de osos, ciervos, corzos, gamos y jabalíes de la profunda umbría del bosque segoviano de Valsaín.

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(1) Hacia 1450, en agradecimiento a salir bien librado de un grave lance de caza al nordeste del formidable coto cercano a su Casa del Bosque en Valsaín, Enrique IV mandó construir un nuevo pabellón en un agreste y pintoresco lugar conocido como “Casar del Pollo”. Por la amenidad del sitio, propiedad de un tal Pedro “el Santo”, existía allí, desde tiempo inmemorial, un enclave eremítico bajo la advocación de San Ildefonso. Tanto la casa refugio como la ermita y las feraces tierras adjuntas fueron donadas en 1477 a los frailes jerónimos del Monasterio del Parral (Segovia), por los Reyes Católicos. Siglos después, el primer Borbón, Felipe V, compraría la propiedad a los religiosos para construir en ella un bellísimo palacio barroco, al estilo francés del Versalles de su infancia, el magnífico lugar que hoy conocemos como El Real Sitio de La Granja de San Ildefonso.

(2) Crónica de Enrique IV, escrita en latín por Alonso de Palencia. I, 10, 1º.

(3) Marañón, Gregorio. “Enrique IV de Castilla”. Col. Austral. Madrid.

(4) Palencia, op. cit., I, 10, 4º. Este monte de Gabia es Balsaín, donde Valera repite la misma descripción de Palencia.

(5) Pedro de Escavias “Vida de Enrique IV”, publicada por Sitges. Apéndice primero.

Juan Antonio Marrero Cabrera.


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