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 Crónicas gabarreras:   Inicio >  Crónicas >  "A mi Madre, por haberme parido aquí" (Evelio España Fernández)  


Foto: Jesús Cobos

Yo era un chaval de 14 años, que venía a pasar las vacaciones de Navidad a casa, después de que mi padre me mandara a estudiar interno a Valladolid, con los curas, a San Viator. Este hecho y otros sucesivos de parecidas características, fueron los que me hicieron descubrir el amor y el cariño que sentía por mi pueblo, la necesidad física de estar en él, en su entorno, con mis amigos, con su gente. Y es ahora, con la sabiduría que te dan los años, cuando descubres y aprendes a descifrar todas esas sensaciones y sentimientos que siempre has tenido, pero que cuando se es joven pasan desapercibidas, mitigadas por el ansia de crecer, de vivir.

Comenzaba mi exposición, glosando la emoción sentida al contemplar Peñalara. Creo firmemente, que la gente de Valsaín, estamos marcados por nuestro entorno; formamos parte de él, casi en la misma medida que nuestros pinos, enraizados para siempre a la tierra que les vio nacer. Y es ese matiz el que forja nuestra manera de ser, el que define nuestra personalidad; el SER, DE VALSAÍN. La gente de mi generación y de otras anteriores, son las que mejor comprenderán este razonamiento; nosotros, porque vimos luchar a nuestros padres y éstos a los suyos; en unos tiempos en que nada era fácil y que por añadidura, se tenían que mover en un entorno hostil; en el que para recoger el fruto de su trabajo había que pasar muchas calamidades y para vencerlas, había que ser obstinado y tener una voluntad de hierro.

Yo nací, hace 45 años, en un lugar, creo que privilegiado de Valsaín, la Casa de las Palomas, y seguro que lo primero que vi, nada más abrir los ojos, fue Peñalara y luego el Río atravesando el Parque y al fondo Siete Picos y la Camorca y el Bosque.
Había descubierto el ENTORNO. Y esa imagen se me quedó grabada y no se me borrará nunca. Y es en este entorno en el que prácticamente forjamos nuestra vida; primero, yendo a la Escuela, a la que para llegar, había que atravesar el Puente, que en invierno era tarea nada fácil; y los consejos de mi Madre: "hijo, vete deprisa, y ten cuidado al cruzar el Puente".

De la escuela, lo que más recuerdo es el frío que pasaba; casi todos los días con nieve; con esas botas de goma que te hacían unas rozaduras que “pa qué”; y que cuando se te metía la nieve, se te quedaban los pies helados, llenos de sabañones, y no pensaba más que en llegar a casa para escaldármelos en agua caliente con sal, o frotarlos con ajo. Y recuerdo la leche en polvo ala hora del recreo, calentita y posteriormente en botellines; y mi Madre: "hijo, bebe toda la leche que puedas", que al decirlo, más que un consejo, parecía una súplica; porque eran tiempos duros, de escasez. Y me acuerdo de Ciriaco, el panadero, que llegaba con el carro y su pan recién hecho; y que el día que podía, le compraba una barra pequeña que me sabía a Gloria. Y las peleas; estábamos a todas horas peleándonos; cuando había nieve a bolazos, y a la salida de clase, por la tarde, a carterazos (¡qué cuidado poníamos de colocar el estuche en el sitio apropiado de la cartera!); y siempre Valsaín contra La Pradera; y algunos días, como a los carterazos habíamos quedado en empate, nos despedíamos a cantazos; y ya sí, nos íbamos para casa y tan contentos; ese día habíamos ganado por tres chichirigallas a dos.

Antiguas escuelas de Valsaín Foto: David Martín

Siempre ha existido rivalidad entre Valsaín y La Pradera; y se puede decir también, que como consecuencia del ENTORNO. Dos poblaciones pequeñas, separadas por el río e integradas en ese entorno que es común a las dos; y que comparten lo principal, la forma de ganarse la vida. Dos poblaciones que aprenden que la mejor manera de vencer la adversidad, es la UNIÓN; y ése es otro rasgo que nos ha caracterizado siempre y se ha constituido en la más importante seña de identidad de nuestro Pueblo.

Pero sigamos con la exposición anterior: la de la escuela, pues creo que es una etapa importantísima en la vida de las personas, y que te marca para siempre. En esa época vivimos tiempos de escasez; vimos y vivimos cómo nuestros padres se tenían que matar para poder llevar una peseta a casa; cómo faltaban horas a los días para trabajar; cómo llegaban a casa, siendo ya noche cerrada, calados hasta los huesos; cómo se ponía a secar la ropa y el calzado que se quitaban y se tenían que poner al día siguiente; cómo se lavaban, cenaban y se iban a la cama exhaustos, pensando que antes de que amaneciera, tendrían que afrontar otra dura jornada. Añádase a esto todos los peligros que acechaban: caídas del caballo, cortaduras con el hacha, caídas de los pinos, frío, mala alimentación; es decir, trabajo extremo que curtía a quien lo padecía y que al mismo tiempo servía para fomentar un espíritu de solidaridad entre todos; necesario para poder vencer tantas adversidades. Y estaban las mujeres, nuestras Madres, que se pasaban casi las veinticuatro horas del día trabajando; teniendo que ir a la fuente a por agua para hacer la comida, para bañarnos, para fregar; yendo a lavar al río, cargadas con el cesto de la ropa y el banquillo y la tabla de restregar; teniendo que romper el hielo muchas veces para poder lavar la ropa; y siempre corriendo, porque se hacía tarde y había que preparar la comida, o atender a los bichos que hubiera en casa, gallinas, conejos, gorrinos...; o partir leña para la lumbre; y luego venía la espera, oyendo la radio, cosiendo, remendando o planchando la ropa, o haciendo jabón, o yo qué sé; y en esa espera un pensamiento, a veces en voz alta ...¡parece que tarda un poco...!; y por fin llegaba, su marido, nuestro Padre, cansado, calado hasta los huesos. En fin, como he descrito antes. Y se respiraba de alivio.

Esta forma de vida, desarrollada casi en su totalidad en un entorno hostil; ha sido la que ha ido forjando, generación tras generación, nuestra forma de ser, nuestro carácter, nuestra personalidad; nos ha hecho fuertes, obstinados, luchadores, emprendedores y solidarios sobre todo, amantes de nuestro entorno, de nuestro Pueblo.

Foto: Lorenzo Fernández

Habíamos dejado a ese niño que era yo, en la época de la escuela, con sus fríos, sus sabañones, sus quejidos de barriga; pero con una vitalidad que se mostraba en todo su esplendor; sobretodo al salir de la escuela. Entonces éramos libres para poder jugar, para disfrutar de nuestro entorno; porque todos los juegos se hacían en la calle y siempre en pandilla, todos juntos. Si había nieve nos íbamos a esquiar, al Bosque o a la Casa de la Mata, o a la Cuesta Baldomero; con unos esquíes que nos habíamos hecho con un par de tablas, a las cuales adaptábamos un trozo de aro de criba o similar para las puntas y una correa clavada para las ataduras; y luego, ya de noche, hacíamos patines en la nieve de las calles hasta que se convertían en hielo.

Luego, pasaba el invierno y comenzaba a florecer la primavera y nos íbamos a jugar al fútbol al Parque, o al Pino Gordo, para terminar jugando al rescate, o al bote, o a la píldora, o a los tres marinos, o al chorro pico, o al chito, o a los tejos... y los fines de semana íbamos a nidos o a poner a pájaros; a los cardos del Regil, o a la Perdiguera, o a la Caseta el Picadero; o a coger lagartos y todo bicho viviente; o a por lilas a Robledo para llevárselas a nuestra madre. Y me acuerdo mucho del Chavito de la Cruz de Mayo, y de las coplas de Navidad ("una copla cantaremos por encima de una...") que nos recorríamos el pueblo hasta que llenábamos el talego que llevábamos, de castañas, nueces, higos, alguna que otra pesetilla, naranjas... Y me acuerdo del Bar de Castán, cuando compró la televisión y medio pueblo se juntaba allí para verla; y cuando había alguna corrida, tenía la sensación de que el toro se iba a salir de la tele y nos iba a coger a todos; y me acuerdo del ambiente del pueblo en verano, y siempre en la calle, disfrutando del entorno. Y a todo esto, se iba acercando la Fiesta, que por entonces era en Octubre; y sentía como una especie de hormigueo, una ansiedad que no podía disimular; y cuando aparecía el primer camión cargado con las Latas para hacer la Plaza, todos los chicos que nos habíamos juntado para esperarlas, rompíamos a correr y a chillar como locos: ¡ las Latas, las Latas i y luego íbamos para ayudar a hacer la Plaza, equipados con un bote o una lata de sardinas con la que sacar arena de los hoyos; y algunas veces, hasta ayudábamos a atar las zapatas y las latas con las lías. Y entonces me sentía la persona más feliz del Mundo; estaba junto al resto del Pueblo, trabajando codo con codo con ellos, poniendo mi granito de arena para que se hiciera realidad el sueño de todos: la Fiesta, NUESTRA FIESTA.

Fue pasando el tiempo, y aquel niño que iba a la escuela se fue convirtiendo en un mozalbete que tenía que ir pensando en labrarse un porvenir; por tal motivo estaba en la obligación de estudiar para, como decía mi padre, "que el día de mañana tengas un porvenir mejor que el mío". Y fue por ahí por dónde vinieron mis problemas y al mismo tiempo me sirvió para descubrir de qué forma estaba ligado a mi pueblo y a mis amigos, y de qué manera los iba a echar de menos.

Yo tenía catorce años y acababa de suspender en septiembre las seis asignaturas de tercero de Bachiller que me habían quedado en junio. Mi padre se dio cuenta de que si no cortaba por lo sano, mi porvenir, cómo decía él, estaba en peligro; entonces, para poner remedo a la situación, pensó que lo mejor era apartarme de lo que, según su criterio, me robaba la atención: el entorno en el que me movía. Y me mandó a estudiar interno a Valladolid.

Sin casi darme cuenta, me encontré montado en el coche de línea, con una maleta pequeña, junto con mis padres, camino de coger el tren en Segovia que nos llevaría a Valladolid. Atrás se iba quedando mi pueblo, mis amigos, mi entorno.
Cuando mis padres se despidieron de mí, comencé a darme cuenta de mi nueva situación, de mi soledad en ese mundo nuevo. Yo, que había gozado de la libertad más absoluta, que todos mis juegos se habían realizado al aire libre, junto a mis amigos; yo, que me había recorrido el pinar de punta a punta, iba tomando conciencia de que me encontraba en un colegio, en un recinto cerrado, junto a un montón de chicos que no conocía; y sobre todo comencé a echar en falta el entorno en el que me había movido, en el que me había criado; ese entorno del cual yo me sentía como una parte indisoluble. Comencé a sentirme solo, sin tener un amigo a quien poder contar mis penas, pasando momentos de infinita tristeza; sobre todo por las noches, al irme a acostar. Era en ese momento, cuando más me acordaba de lo que había dejado atrás, mi familia, mis amigos, mi pueblo. Y entonces lloraba, en silencio, solo.

Pero descubrí que sí tenía amigos. (¡Cómo no iba a tenerlos, si soy de Valsaín, y en Valsaín, los amigos están siempre!). No estaban allí, a mi lado, pero sí les tenía. Se habían quedado en casa, quizás también tristes por no tenerme con ellos; y comencé a escribirles, les contaba mis penas y sobre todo les pedía que me contaran lo que pasaba por allí, qué hacían, dónde iban. En fin, que cuando recibía carta de alguno de ellos, me tocaba volver a llorar, pero esta vez de alegría y, por unos momentos, tenía la sensación de estar con ellos, allí, en Valsaín.
Ellos fueron cómplices de mis sentimientos, y sobre todo no dejaron nunca de escribirme y de darme ánimos. Gracias amigos.

Esta nueva etapa de mi vida, como estudiante en internados, se alargó hasta los dieciocho años, edad con la que terminé mis estudios de mecánico naval en la Universidad Laboral de La Coruña; y en ese período fue germinando en mí un sentimiento, cada vez más fuerte y que ya no me abandonará nunca, el amor a mi pueblo. Un sentimiento que se hacía casi físico, que se convertía en ansiedad creciente cada vez que el tren, en el que retornaba para pasar algún período de vacaciones se acercaba a Segovia. Un sentimiento que explotaba cuando, a través de la ventanilla, allá en el horizonte, se divisaba Peñalara: Blanco, Grandioso, Impresionante. Un sentimiento que, estoy seguro, habrá experimentado cualquier persona de Valsaín en algún período de ausencia. Porque formamos parte de nuestro entorno. Porque le hemos sufrido. Porque le hemos disfrutado. Porque somos indivisibles. Porque lo llevamos en los genes.

...Por eso, cada vez estoy más orgulloso de, SER DE VALSAÍN.

Evelio España Fernández


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